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De la ultraizquierda a la teoría de la comunización: Más allá del programatismo

Théorie Communiste

Prólogo:

El «rechazo del trabajo» como realidad
histórica y como representación

Publicado como folleto independiente en enero de 2015, e incluido
en abril de ese mismo año como prólogo de la segunda edición de Histoire critique de l’ultragauche, de Roland Simon, De la ultraizquierda a la teoría de la comunización¹ -sin duda la monografía más completa existente sobre la «ultraizquierda» histórica en su conjunto- constituye la descripción pormenorizada de las etapas
e hitos de la gestación de un nuevo paradigma de la lucha de clases
y de la revolución social: la teoría de la comunización.                   Por consiguiente, es también un bosquejo teórico de la reestructuración capitalista iniciada alrededor de 1975 y completada mundialmente hacia 1995, cuando la irrupción de la guerrilla «de nuevo tipo» encabezada por Marcos en México y las manifestaciones «antiglobalización» de Seattle y Génova pusieron sobre el tapete los nuevos términos que iban a regir en lo sucesivo las preguntas acerca de la lucha de clases y la «cuestión social»: los del movimiento democrático–radical. La revolución social, ¿consiste en «reapropiarse de la riqueza» o en abolir el valor? ¿Puede superarse la alienación de manera inmediata o pasa inexcusablemente esa superación por la crisis de la relación de explotación? El sujeto de esa revolución, ¿es la «multitud» o el proletariado? Si bien estas preguntas no son idénticas a las que surgieron en los años inmediatamente posteriores a 1968, se hacen eco de ellas. De ahí que la reevaluación crítica de los logros teóricos del movimiento post-68 forme parte integral del autoesclarecimiento de las luchas actuales. La problemática general de la ultraizquierda (que comprende no sólo a las Izquierdas Comunistas germano–holandesa e italiana sino también a grupos como Socialisme ou Barbarie (S. ou B.), la Internacional Situacionista (IS) y a otros muchos menos conocidos) puede resumirse así: la revolución comunista consiste en la emancipación del trabajo mediante la afirmación del proletariado como clase dominante -sea mediante el establecimiento de un «Estado proletario», el poder de los Consejos Obreros o la «autogestión generalizada»- pero pasa al mismo tiempo por el rechazo y la crítica de todas las mediaciones portadoras de esa afirmación (partidos políticos, sindicatos, etc.) en favor de una mística de la autonomía y la autoorganización (o de la constitución en clase y Partido histórico en la variante «bordiguista») que tiene por fundamento último una naturaleza revolucionaria del proletariado.
En este sentido, la ultraizquierda también puede ser descrita como una contradicción en proceso: la de la descomposición del programatismo² bajo la primera etapa de la subsunción real del trabajo por el capital, ya que, sin dejar de insistir en que la revolución no es la afirmación de la clase tal cual existe, jamás logró desentrañar ni teorizar ese ser revolucionario en torno al que hizo girar toda su dinámica, hasta que la tozudez de la realidad misma condujo
al umbral en el que podía comenzar a superarse esa perspectiva.
Justo es reconocer la magnitud de la conmoción social que representó
el colapso del programatismo: las luchas de la «época del 68» fueron
la expresión final de los límites y los impasses del ciclo de luchas
de la primera etapa de la subsunción real del trabajo por el capital:
el de la identidad, la autonomía y la autoorganización obreras.
La teoría de la comunización brotó de la debacle y la crítica
sin concesiones -que tuvo lugar durante el período 1968-1973-
de las formas finales y más «radicales» del programatismo, que desembocó en la crisis en la que se fraguó la reestructuración iniciada a mediados de la década de 1970. En efecto, poco después del mayo francés, la ideología autogestionaria y «antiburocrática» elaborada por S. ou B. -considerada por muchos, entonces y ahora, como el summum de la crítica radical de aquella época- hacía aguas por todas partes³: con el objetivo de la emancipación del trabajo entró en crisis la idea misma de una naturaleza revolucionaria del proletariado, arrastrando consigo las ilusiones neo-consejistas, a las que sólo el reflujo posterior del movimiento logró dar una apariencia de vida.
El mérito de haber percibido, al menos en parte, el inmenso cambio de época al que iba a dar paso mayo del 68 corresponde fundamentalmente a dos de las tendencias revolucionarias de aquel
tiempo: a la IS, por su insistencia en la abolición del proletariado      -pese a concebir esa abolición como el contenido de su afirmación-, y a Invariance, por haber establecido el marco teórico en el que ese y otros conceptos iban a ocupar legítimamente su lugar en la reanudación de la crítica de la economía política. Una primera conclusión se impone inmediatamente, a saber, que las tentativas de síntesis -más o menos afortunadas- de las aportaciones de la IS y de Invariance emprendidas por grupos tan diversos como Négation o Le mouvement communiste en Francia, el MIL en España o Ludd y Comontismo en Italia, no obedecieron ni a la casualidad ni a caprichosos proyectos sincréticos: fueron el simple fruto de la confluencia, tan lógica como natural, de las tendencias más avanzadas de la época. Y de esta conclusión cabe desprender otra: cualquier parecido de los grupos mencionados con las agrupaciones de ultraizquierda constituidas muy poco tiempo después, pero ya en pleno reflujo -caso de Échanges et mouvement en Francia y de Etcétera en España, así como de las flamantes organizaciones del «comunismo de izquierda resucitado»- es pura coincidencia, como confirma la complicidad activa de todas ellas en la organización del silencio y la hostilidad subrepticia tanto hacia la IS como hacia Invariance. Entre la «izquierda comunista resucitada», las modalidades de esta profilaxis abarcaron todo el espectro de los homenajes involuntarios, desde la condena en bloque de ambos grupos por el imperdonable delito de «modernismo», hasta el «oportunismo honorable» que induce a rescatar determinados textos de Invariance en forma de «lecturas guiadas» debidamente comentadas. De los primeros, en cambio, no se puede decir nada semejante: más próximos a la tradición de los «demagogos astutos» de la socialdemocracia Mi querido Eduardo, esas son cosas que se hacen, pero que no se dicen»-, se limitaron a apropiarse discretamente de las innovaciones teóricas que les parecieron oportunas a la vez que fingían saber poco o nada de sus autores.
En cualquier caso, en esta fase final del antiguo ciclo de luchas, la «autonegación del proletariado» y el «rechazo del trabajo» (formalización ideológica de prácticas muy reales de la contradicción entre el proletariado y el capital bajo la subsunción real del trabajo por el capital en el período 1968-1973) no podían plantear otro problema
que el que correspondía a la realidad de la época: la delimitación y
definición, en el seno de una configuración sumamente inestable y contradictoria de la lucha de clases, de un programatismo paradójico en el marco del cual el trabajo se negaba a funcionar, bajo el capitalismo, como fuerza de trabajo, y en el que la afirmación más
poderosa de la clase obrera frente al capital se presentaba como la
abolición de lo que era:

La teorización de la revolución como autonegación del
proletariado fue el punto de partida de la comprensión
de la revolución bajo la subsunción real del trabajo por
el capital y de toda crítica del programatismo. Fue, a
finales de la década de 1960, la marca profunda y decisiva
de la gran transformación de la teoría de la revolución
comunista⁶.

Sin embargo, ni la «autonegación del proletariado» ni el «rechazo
del trabajo» estaban destinadas a convertirse en la «forma al fin
hallada» de la solución al problema de la comunización. Si por
un lado tuvieron la virtud histórica de poner en primer plano la
imposibilidad de un proceso continuo que condujera de la defensa
de la condición proletaria a la revolución comunista, por el otro,
al transformar ésta en una operación del proletariado sobre sí mismo, trasladaron al mismo tiempo el problema a un plano especulativo en el que se volvía completamente insoluble. (Júzguese, sin embargo, el abismo que separa la riqueza de esta problemática histórica real de la amplia gama de panaceas ideológicas posteriores erigidas en torno a la consigna «abolición del trabajo».) En aquellas circunstancias, dado que la superación del capitalismo ya no podía concebirse sino como la negación de todas las clases, proletariado incluido, era inevitable que se estableciera una
oposición entre la situación de clase que define al proletariado en el modo de producción capitalista y una «naturaleza revolucionaria oculta» de éste, que sólo existiría y haría acto de presencia en ruptura con su existencia y su actividad como clase de ese modo de producción. En consecuencia, la revolución pasaba a depender de la resolución de una contradicción interna del proletariado, cuyo elemento revolucionario, la humanidad (o su «esencia comunitaria»), era precisamente el que inhibía su definición como una clase en implicación recíproca con el capital. A partir de 1968, esta deriva humanista, que había comenzado muchos años antes -con la
reivindicación del concepto de «alienación» como una forma más radical y totalizadora de criticar el capitalismo moderno (y el «socialismo real») que el concepto «meramente económico» de
«explotación»- fue perdiendo paulatinamente toda determinación
clasista. En efecto, cuando el nuevo «asalto proletario» puso de manifiesto que la clase obrera, si bien no aspiraba en forma alguna a gestionar la producción existente, tampoco se disponía a tomar «medidas comunistas irreversibles», comenzó a teorizarse que antes de destruir las relaciones de producción capitalistas, el proletariado tenía que separarse de la clase obrera -mera fracción variable del capital- y constituirse en una «comunidad subversiva» o «clase universal» que no se definiese por su reproducción sino por oposición a ella. Y una vez agotada la ofensiva obrera, se concluyó que el rechazo del trabajo sólo podía encontrar su salida al margen de los centros de producción. Esto tuvo el doble efecto de desencadenar, por una parte, la búsqueda frenética de «nuevos sujetos»-cuya condición proletaria se siguió reivindicando hasta que la posmodernidad proclamó la «crisis del sujeto revolucionario»- mientras que, por otra, alentaba la celebración acrítica de toda forma de vida social cuyos «vínculos comunitarios» no hubiesen sido completamente disueltos por el capital, lo que contribuyó a la aparición de orientaciones tan dispares entre sí como el primitivismo y la ideología de «los comunes». En definitiva, si las luchas de 1972-1973 «contra el trabajo» todavía podían considerarse como los últimos cartuchos de la
oleada sesentayochista, a finales de 1973 los primeros síntomas
de la crisis mundial y la inminencia de una reestructuración de la
relación de explotación no sólo habían comenzado a provocar el
repliegue de las luchas obreras del terreno de las condiciones de
trabajo y los aumentos salariales al de la seguridad en el empleo
y el mantenimiento de los niveles salariales existentes, sino que
también impusieron una nueva solución de continuidad entre
las luchas inmediatas y la revolución. En esta situación, la teoría
neoprogramática de la autonegación del proletariado dejó de ser
defendible, y entró muy rápidamente en crisis. Si la «revuelta contra el trabajo» tuvo su expresión teórica (y práctica) más clara en países como Estados Unidos, Francia, Reino Unido e Italia, no por eso dejó de constituir el punto culminante de un mismo ciclo de luchas que abarcó a todas las regiones del planeta, entre ellas Europa del Este, Asia y Latinoamérica. En la mayor parte del mundo, sin embargo, tales comportamientos o no llegaron a masificarse, o cuando lo hicieron, ya estaba en marcha la reestructuración capitalista destinada a contrarrestar sus efectos y despojarlos de todo potencial desestabilizador. No es muy difícil darse cuenta, por ejemplo, de que la «transición a la democracia» española llegó en el momento oportuno para cortocircuitar una eventual convergencia entre una oleada de huelgas obreras e incipientes luchas en el ámbito de la reproducción social (mujeres, homosexuales, población psiquiatrizada, presos, etc.), lo que imprimió a estas últimas una marcada impronta de repliegue defensivo que condenó a la «explosión contracultural» -asociada efímeramente a publicaciones libertarias como Ajoblanco o Star– a fusionarse inmediatamente con los fenómenos del desencanto y el pasotismo, antes de que saliera de los márgenes y ocupara un lugar privilegiado en el nuevo orden. Curiosamente, sin embargo, no se señala jamás el paralelismo de este proceso de asimilación con la malograda «participación crítica» de los restos del movimiento obrero autónomo de la década de 1970 en la refundación de una Confederación Nacional del Trabajo (CNT) que en torno a esas mismas fechas procedía a su propia «depuración».
En cualquier caso, en aquel entonces no quedó «pendiente», ni en España ni en ningún otro lugar, la formación de un amplio
frente de «rechazo del trabajo», de la misma manera que a partir
de la proliferación actual de acciones reivindicativas multiformes en China, la India o Bangladesh no vamos a asistir a la constitución de un vasto movimiento obrero. Eso no significa, claro está, que los efectos de la reestructuración correspondiente no fueran
mundiales, o que no se hicieran sentir en las crisis de régimen y las mutaciones de las organizaciones políticas y sindicales de
todo el planeta:

El Estado planificador […] debe defender al presente del futuro. Es en la realización de esta tarea donde se caracteriza la imaginación de la ciencia burguesa, que se proyecta en el futuro para neutralizarlo, en tanto que el hecho de trascenderse está determinado ideológicamente por el pasado que debe salvar, cuya estabilidad debe garantizar:
la supervivencia del viejo fetiche de la mercancía. En cierto
modo, es como si la ciencia burguesa tratase de despojar al
futuro de su irrealidad, pero lo que quiere suprimir es la
real variabilidad de sus «posibles», y entre ellos, el espectro
de la iniciativa de clase⁸.

En lo que respecta a ese período de finales de los años 60 y primera mitad de los años 70 en Latinoamérica, quedan por despejar algunos interrogantes muy concretos, no para reivindicar (ni para negar) especificidad alguna, sino para situarlas de una vez por todas en «el movimiento único que ha hecho del planeta su campo:                el capitalismo». Un célebre grafiti del movimiento italiano del 77
-además de poner de relieve la diferencia entre sus formas locales
de «resolución»- resumía así la cuestión general de los límites de
los movimientos de la época: «En Chile los tanques, en Italia los
sindicatos.» Esta equiparación terminante en lo que a la función se refiere no basta de ninguna manera, obviamente, para dar cuenta del contraste entre las formas que adoptó el contraataque capitalista en Europa y Estados Unidos, y las que se pusieron en práctica en México, Chile y Argentina, por ejemplo. Y por supuesto, esa diferencia tampoco se puede explicar sin más achacándola a los avatares de la geopolítica o de la tutela estadounidense.
Con respecto a esta cuestión precisa, por lo demás, conviene
recordar que la posibilidad de un final sangriento no estuvo del
todo ausente ni en el mayo francés -como atestigua la entrevista
de De Gaulle con el general Massu en Alemania para obtener el apoyo militar de éste a cambio de amnistiar a los militares rebeldes de la Organisation de l’Armée Secrète (OAS: Organización del Ejército Secreto)- ni en la Italia de los años 70, donde, además de
producirse varias tentativas golpistas, abundaron las intrigas y los
atentados terroristas inspirados por los servicios secretos del Estado.
No obstante, quizás el hecho más significativo de todos sea que
tanto la célebre política del «compromiso histórico» del PCI con la
Democracia Cristiana como el posterior proyecto «eurocomunista»
de los partidos francés, italiano y español fueran consecuencia
directa del golpe de Estado chileno.

Pese a que el punto álgido del ciclo programático -la «revuelta
contra el trabajo»- no llegó a materializarse ni en Latinoamérica ni en otras muchas latitudes, la reestructuración capitalista subsiguiente y el nuevo ciclo inaugurado por ésta (marcados, cómo no, por las «peculiaridades estructurales» del desarrollo capitalista
latinoamericano) sí se hicieron sentir -con tremenda intensidad-
y, en consecuencia, los movimientos sociales a los que dieron paso
han contribuido enormemente al desarrollo de la teoría de la
comunización.

El caso más paradigmático y rico en enseñanzas, sin duda, fue el
movimiento argentino del año 2000, en el transcurso del cual -pese a ser efectivamente el resultado de una lucha de clases del proletariado– todas las formas de autoorganización, de autonomía y de asambleas toparon enseguida con sus límites bajo la forma de una contradicción interna: en el transcurso de la defensa encarnizada
de los intereses más inmediatos, la existencia de clase se convirtió
en una restricción exteriorizada en el capital, en un encierro en la propia situación, en la prueba palpable y masiva de que el proletariado ya no puede encontrar en sí mismo la capacidad de crear otras relaciones intersubjetivas (no hablamos, deliberadamente, de relaciones sociales) sin derrocar y negar todo lo que es en esta sociedad, es decir, sin entrar en contradicción con el contenido de su autonomía. En las actividades productivas desarrolladas durante las luchas sociales de Argentina, la autonomía se presentó como lo que siempre había sido: la formalización de lo que se es en la sociedad actual como base de la nueva sociedad a construir en tanto liberación de lo que se es. Lo que afloró en Argentina es que la autonomía obrera en sentido estricto se acabó y que no hay más «autonomía» que la que formalizan las luchas en torno a la reproducción (que precisamente no atacan las relaciones de producción y, en consecuencia, no ponen en entredicho la propia existencia de la clase obrera como tal). No es de extrañar, por tanto, que actualmente   –en Argentina y en todo el mundo– las formas de la autonomía y la autoorganización se hayan vuelto adecuadas a un contenido interclasista. Este interclasismo no es una «amenaza» ni una «recuperación»: está incluido en el movimiento desde el momento en que éste se «limita» a luchas en torno a la reproducción. Esto se debe, claro está, a la disyunción -puesta en práctica a escala mundial- entre la valorización del capital y la reproducción de la fuerza de trabajo: separada de la producción, la reproducción de la fuerza de trabajo se convierte en una cuestión de pobreza, y la pobreza como tal no define a clase social alguna. Resulta lógico, por tanto, que todas las clases de la sociedad -salvo las clases dominantes de la economía, la política y el aparato represivo– participen en la lucha, desdibujando así las diferencias que se habían manifestado en los momentos iniciales. Este interclasismo determina, a su vez, la forma de rechazar -más que de atacar- al personal político y no al Estado como tal: ligado a la forma específica de la crisis, puede llegar a legitimar, por ello, a un Estado «verdadero» (nacional, social, democrático, no corrupto, etc.) El análisis de las luchas de clases en Argentina lleva a plantear una pregunta fundamental: ¿cómo, en su inventiva, atacará la lucha de clases la producción sin que eso la lleve a apoderarse y hacerse cargo de ella? ¿Cuál será el vínculo de este ataque con las luchas a nivel de la reproducción, que en la actualidad se presenta de manera bastante generalizada como el eslabón débil (pero no fatal) del capital? De este vínculo depende también la respuesta a la pregunta: ¿cómo podrá arrastrar la comunización revolucionaria de la sociedad a las clases medias o neutralizarlas y evitar que se forme un «bloque del miedo»?

En realidad, lo que tuvo de prometedor este movimiento argentino no fueron ni las tomas de empresas por parte de los trabajadores, abandonadas por sus patronos, ni el discurso autogestionario sostenido por determinados grupos de trabajadores. Fue la producción de relaciones entre los individuos en lucha como relaciones entre individuos singulares que ya no quieren ser proletarios, y la de la opresión de las mujeres como una cuestión interna del movimiento de la clase proletaria. Mirad […] la Argentina de comienzos de la década de 2000: esa fue, fugazmente, la inmediatez social de los individuos¹⁰.

Federico Corriente

 

Página original:

Lazo Ediciones 

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De la ultraizquierda a la teoría de la comunización: Más allá del programatismo 


¹-El título original en francés es Mai ’68, année théorique: de l’ultragauche á la théorie de la communisation.

²-El programatismo puede ser definido como la práctica del proletariado desde principios del siglo XIX hasta finales de la década de 1960, en la que revolución consistió en la afirmación del proletariado, en su autonomía frente al capital y en su transformación en clase dominante mediante la dictadura del proletariado, el poder de los consejos obreros o la «autogestión generalizada» para realizar el programa revolucionario correspondiente.

³-Ya en 1963, el operaista italiano Romano Alquati había comprendido que las tesis autogestionarias del tipo S. ou B. acabarían siendo utilizadas para limitar la lucha de los obreros contra la organización del trabajo; y en efecto, durante los años 19711973 -a fin de recuperar el terreno perdido durante el «otoño caliente» de 1969– ese fue el meollo de las maquinaciones ideológicas del
Partido Comunista Italiano (PCI) y su sindicato, la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL), en torno a un «nuevo modo de producir».

⁴-El caso de Loren Goldner, que ha expresado asiduamente su aprecio tanto por la IS como por la obra temprana de Jacques Camatte, es verdaderamente excepcional.

⁵-Llamada al orden epistolar de Ignaz Auer a Eduard Bernstein, que en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1899), había invitado al Sozialdemokratische Partei Deutschlands (SPD: Partido Socialdemócrata Alemán) a «atreverse a presentarse como lo que es: un partido de la reforma social y política».

⁶-De la ultraizquierda a la teoría de la comunización.

⁷-Algunos de ellos mucho menos ficticios que otros: baste con pensar en la poderosa irrupción, en aquellos años, del movimiento feminista.

⁸-Giario Daghini, «Para una reconsideración de lateoría de la ofensiva” en Historia y conciencia de clase», en El joven Lukacs, Cuadernos de Pasado y Presente no 16, México DF, 1970.

⁹-Guy Debord, La sociedad del espectáculo.

¹⁰-François Danel, Idéologie et lutte de classe (dndf.org/?p=18777#more-18777) 01/06/2020.