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En Janitzio no se teme a la muerte

Amadeo Bordiga

“En México, en el lago Pátzcuaro, se halla la islita de Janitzio. A 2350 metros de altura un sorprendente paisaje se presenta a los visitantes: aguas tranquilas, montañas con laderas atormentadas, un cielo tan cercano que casi podría tocarse con los dedos. Descendientes de una raza orgullosa los indios «tarascanos» combatieron a los conquistadores españoles. Fueron derrotados y adoptaron la religión cristiana de los invasores; pero los santos que veneraron han conservado las características de las antiguas divinidades, el Sol, el Agua, el Fuego y la Luna. Los «tarascanos» son hábiles en el trabajo del cuero, en la escultura con madera, en el trabajo de la arcilla y en el tejido de la lana. También lo son en tanto que pescadores. Cuando retiran sus redes de extrañas formas, semejantes a grandes mariposas, siempre rebosan de peces. Pero por muy laboriosos que sean, los «tarascanos» aún siguen siendo muy primitivos. De hecho, consideran la vida como un estado transitorio, un breve instante que hay que pasar para alcanzar la beatitud de la muerte. La muerte no es ya una inexorable fatalidad; al contrario, es considerada como un bien, el único bien auténticamente inestimable. Por esto «el día de los muertos» no es para los habitantes de Janitzio una jornada de dolor. La fiesta empieza muy temprano. Las casas son decoradas alegremente y todas las imágenes de los santos se adornan con encajes y flores de papel. Los retratos de los difuntos son expuestos e iluminados por decenas de velas. Las mujeres preparan los platos favoritos de los parientes difuntos para que cuando regresen a ver a los vivos se sientan satisfechos.»

En el cementerio, detrás de la iglesia, también se decoran las tumbas que, muy a menudo, no tienen nombres. ¡No hay inscripciones fúnebres en Janitzio! Pero no por ello se olvidan de los muertos. El sendero que conduce del cementerio al pueblo está cubierto de pétalos de flores para que los difuntos puedan encontrar fácilmente el camino de su casa.

«El día de los muertos» las mujeres de Janitzio se ponen guapas. Peinan sus largas trenzas morenas y se adornan con joyas de plata. El vestido está compuesto por una larga falda roja bordada en negro, con amplios pliegues. La camisa bordada desaparece bajo el rebozo que cubre la cabeza y los hombros, y del cual frecuentemente asoma la cabecilla de un recién nacido. A medianoche las mujeres van todas juntas al cementerio y se arrodillan para rezar a sus queridos difuntos. Prenden cirios, los mayores en honor de los adultos y los más pequeños para aquellos que han abandonado demasiado deprisa «este valle de lágrimas». Luego se abandonan a la meditación que, poco a poco, se convierte en palabras. De este modo comienza una letanía que no está hecha de dolor, sino que expresa la comunión existente entre los vivos y los muertos.

Durante ese tiempo los hombres, que permanecen en el pueblo, se reúnen muy cerca de la iglesia donde se levanta un catafalco negro dedicado a los muertos que no tienen a nadie que ruegue por ellos. Regresan a casa hacia el alba, mientras sus mujeres que han velado durante toda la noche en el cementerio irán a misa medio escondidas en su rebozo. Así es como se desarrolla en Janitzio la «jornada de los muertos». En los rostros de los habitantes del pueblo no se lee el dolor sino la alegría expectativa de quienes esperan la visita de personas que les son muy queridas.”

Hemos reproducido tal cual y con el mismo título este artículo extraído de un diario italiano para niños. Es uno de esos numerosos resúmenes de la producción «cultural» estadounidense que pasa de diario en diario y de revista en revista, sin que los plumíferos de servicio perciban otra cosa que el grado de efectividad del pedazo que circula. El enésimo reproductor ni siquiera ha pensado en el profundo significado que esconde su difusión; aun en su forma conformista tradicional.

Las nobilísimas poblaciones mexicanas, convertidas al catolicismo bajo el impío terror de los invasores españoles mostrarían que han seguido siendo «primitivas» porque no tienen terror ni horror a la muerte. Esos pueblos eran, por el contrario, herederos de una civilización incomprendida por los cristianos de entonces y de ahora, transmitida desde el comunismo ancestral. El insípido individualismo moderno no puede más que sorprenderse tontamente si en ese apagado texto, se dice que las tumbas carecen de inscripción y que se preparan manjares a los muertos que nadie conmemora. Verdaderos muertos desconocidos no por una retórica ahogada y demagógica, sino por la poderosa simplicidad de una vida que es la de la especie y por la especie, eterna en tanto que natural y no en cuanto estúpido enjambre de almas errantes en «el más allá», y para cuyo desarrollo son útiles las experiencias de los muertos, de los vivos, y de los que no han nacido, en una continuidad histórica cuyo desarrollo no es duelo sino gozo en todos los momentos del ciclo material.

Incluso en aquello que simbolizan esas costumbres son más nobles que las nuestras; por ejemplo, esas mujeres que se embellecen para los muertos y no para los más ricos de los vivos, como sucede en nuestra sociedad mercantil, cloaca en la que estamos sumergidos.

Si es cierto que bajo los despojos de los siniestros santos católicos vive aún la forma más antigua de las divinidades no inhumanas, como el Sol, esto recuerda los conocimientos que tenemos de la civilización de los Incas – que Marx admiraba – y que han llegado hasta nosotros ¡quién sabe cuán deformadas! Los Incas no eran primitivos y feroces hasta el punto de inmolar a los más bellos especímenes de la especie joven al Sol que demandaba sangre humana; sino que estas comunidades, magníficamente poseídas por una poderosa intuición, reconocían el flujo de la vida en la energía que es la misma cuando el sol irradia sobre el planeta que cuando corre en las arterias del hombre vivo y se transforma en unidad y amor en la especie unitaria: especie que hasta que no caiga en la superstición del alma personal con su balance beato del debe y del haber – superestructura de la venalidad monetaria – no teme a la muerte y no ignora que la muerte del individuo puede ser un himno de alegría y una fecunda contribución a la vida de la humanidad.

En el comunismo natural y primitivo, incluso cuando la humanidad se limita a la horda, el individuo no intenta sustraer nada a su hermano, sino que está preparado para inmolarse sin el menor miedo para la supervivencia de la gran fratria. Torpe leyenda la que ve en esta sociedad el terror que inspira el Dios que se sacia con sangre.

En la sociedad del intercambio, de la moneda y de las clases, el sentido de la perennidad de la especie desaparece al tiempo que surge el innoble sentido de la perennidad del peculio, traducida en la inmortalidad del alma que contrata su felicidad fuera de la naturaleza con un dios usurero que posee esa odiosa banca. En esas sociedades que pretenden haberse alzado de la barbarie a la civilización se teme a la muerte personal y se prosterna ante momias, como en los mausoleos de Moscú, de infame historia.

En el comunismo que aún no se ha realizado, pero que es de una certeza científica, se reconquista la identidad del individuo y de su destino con el de la especie, después de haber destruido en el interior de ésta todas las fronteras constituidas por la familia, la raza y la nación. Con esta victoria toca a su fin todo temor a la muerte personal, y sólo entonces desaparece todo culto del vivo o del muerto – organizada la sociedad por primera vez en el bienestar, la alegría y la reducción al mínimo racional del dolor, del sufrimiento y del sacrificio – porque cualquier característica misteriosa y siniestra ha sido sometida al armonioso desarrollo de la sucesión de las generaciones, condición natural de la prosperidad de la especie.

Amadeo Bordiga

Il programma comunista número 23, del 15 de diciembre de 1961.