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Sobre el paso de algunos ultraizquierdistas a través de una unidad de tiempo bastante corta: los orígenes de la teoría de la comunización

Federico Corriente

Sobre esta tumba hemos de amontonar hasta la última piedra, pues en el pensamiento los muertos sí resucitan.

C.L.R. James, Notes on Dialectics

El retorno de lo reprimido

Hasta hace poco más de una década, incluso en Francia, muy poca gente era consciente siquiera de la existencia —ya no digamos de la relevancia— de grupos como Négation, Le Voyou o Intervention Communiste, y menos gente aún habría podido imaginar que este y otros textos de la misma época habían contribuido a una «ruptura en la teoría revolucionaria», según reza el título de la antología en la que fueron reeditados en 2003.

Para que tales grupos llegaran a ser mejor conocidos, fue preciso que la crisis de 2008 hiciera aparecer en el plano internacional una «corriente comunizadora» ya claramente delimitada de la antigua ultraizquierda francesa de los años ’70, que fue quien rescató del olvido a sus antepasados y precursores. Y es esto lo que explica, a su vez, que un texto como Teoría revolucionaria y ciclos históricos —una de cuyas principales tesis es precisamente la suerte que corren las teorías revolucionarias en función del período histórico en que se encuentran— vea ahora la luz en castellano[1].

A estas alturas debería ser un lugar común decir que todo gran paso adelante del movimiento real, además de valer más que una docena de programas, permite ver con ojos nuevos tanto el presente como el pasado. La explicación es sencilla: todo período de reanudación revolucionaria se caracteriza, por fugazmente que sea, por el dominio del presente sobre el pasado, del trabajo vivo sobre el trabajo muerto. Mucho menos conocido parece, en cambio, el hecho de que también suscita siempre un vigoroso retorno de lo reprimido, a saber, la resurrección —en sí misma tan legítima como inevitable— de los «mejores momentos» del ciclo revolucionario inmediatamente anterior, cuyos apoderados a menudo tienen más ganas de impartir las lecciones y enseñanzas correspondientes que de ser ellos quienes escuchen y aprendan algo del nuevo movimiento que comienza.

Si, además —como hasta ahora ha sido la regla—, la reanudación revolucionaria se estanca o se salda con la derrota y, en consecuencia, el «trabajo pretérito» vuelve a contraponerse «de manera autónoma y avasallante al trabajo vivo»[2], ese retorno de lo reprimido tenderá irresistiblemente a convertirse en una fuerza de represión de la conciencia, digna heredera de esa «tradición de las generaciones muertas» que «oprime el cerebro de los vivos» evocada por Marx al comienzo de El 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte.

Precisamente en este análisis pionero de la contrarrevolución que sucedió a la derrota de la insurrección proletaria de junio de 1848 en Francia, Marx, tras indicar cómo en las épocas de crisis revolucionarias los vivos «conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado», se apresura a introducir lo que a su juicio constituye una distinción capital entre revoluciones burguesas y proletarias: «Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal» —dice— «observaremos enseguida una diferencia que salta a la vista. […] En esas revoluciones, [burguesas] la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.» Sin embargo, tras contrastar las revoluciones proletarias, que «se critican constantemente a sí mismas» y «se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos», con las revoluciones burguesas, que, por el contrario, necesitan «remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido», Marx no establece relación causal alguna entre la derrota de las primeras y los consiguientes efectos ideológicos —aún más deletéreos que los de las revoluciones burguesas— lo que en su época habría sido tan imperceptible como inexcusable es que pueda pasarse por alto en la nuestra.

En efecto, como veremos a continuación, a pesar de todas sus contribuciones pasadas y de los arduos esfuerzos que hicieron para «actualizarse» tras el ’68, tampoco los representantes de la nueva ideología «autónoma» y «autogestionaria» ni los usufructuarios más o menos bordiguizantes del legado de las izquierdas comunistas del período 1917-1923 lograron sustraerse a los efectos de esa «ley» de inercia histórica de las contrarrevoluciones, lo que les condujo, a la vez que a engañarse a sí mismos acerca del significado histórico real de su actividad, a combatir enérgicamente todas y cada una de las inquietantes novedades suscitadas por la reanudación revolucionaria sesentayochista.

Ruptura con el consejismo y el bordiguismo

Hoy, por el contrario, las minorías que manifiestan su constante necesidad de comunismo siguen aisladas. Están principalmente circunscritas a los guetos de parados-de-por-vida de Estados Unidos, a las áreas subdesarrolladas (Watts o Madagascar), y a los delincuentes que rechazan el trabajo y son reintegrados a la fuerza en la comunidad material del capital.

«Le Voyou se presenta», Le Voyou nº 1, marzo de 1973

Si hubiera que dar por bueno el «relato alternativo dominante» acerca de las «luchas autónomas» de los años ‘60 y ‘70, se podría concluir fácilmente que la supuesta «ruptura» en la que se inscribe la ultraizquierda francesa es inexistente o que representa, a lo sumo, un episodio más en la ruptura con el «viejo movimiento obrero» de corte socialdemócrata o leninista. Esa ruptura, que desde mediados de la década de 1920 venía teorizando la corriente consejista germano-holandesa, fue asumida más tarde por pequeños grupos surgidos de la crisis de post-guerra del trotskismo, como « Socialisme ou Barbarie » en Francia o la Tendencia Johnson-Forest en Estados Unidos, así como, de forma más o menos independiente y sui generis, por el operaismo italiano[3].

Esta imagen apacible de una especie de proceso ininterrumpido de radicalización, aun cuando no carezca completamente de fundamento, tiene, sin embargo, el gran inconveniente de invisibilizar la confrontación protagonizada en Francia por la ultraizquierda francesa del período 1968-1974, no sólo con los representantes del consejismo, sino también con la otra gran tradición superviviente de la izquierda comunista, el «bordiguismo», que tras el ’68 experimentó un cierto resurgir de la mano de Jacques Camatte y la revista Invariance, pero también gracias a la labor de agrupaciones más «ortodoxas».

Esa óptica suele ir acompañada, además, por una trivialización de la magnitud del cambio de época inaugurado por el ’68, que queda reducido a un genérico «retorno de la revolución» o, en el mejor de los casos, a un «segundo asalto proletario contra la sociedad de clases» de los que, en cualquier caso, se expurga el contenido crítico esencial, a saber, que el retorno del proletariado al primer plano de la historia coincidió con la crisis mortal de su afirmación y, por consiguiente, con el eclipse del monopolio «obrero» de la revolución.

Que no se trataba de un problema meramente «subjetivo» o de «conciencia», ni tampoco de la pura y simple «integración» marcusiana de la clase trabajadora a través del consumo, sino de la expresión material de que el modo de producción capitalista había entrado en una etapa cualitativamente nueva, era algo que, en Estados Unidos, algunos ya venían barruntando desde hacía algún tiempo. Desde mediados de la década de 1950, la industria automovilística de ese país, a fin de socavar la capacidad de los trabajadores de hacer frente a la aceleración de las cadencias, comenzó a recurrir masivamente a la automatización. De este modo, no sólo logró despedir a gran número de obreros cualificados y moderar drásticamente la «vocación huelguística» de los que seguían empleados, sino que, al poner fin hacia 1957-1958 a la absorción de mano de obra urbana negra —sector de la población cuya presencia en la industria había ido aumentando sin cesar desde 1940— puso simultáneamente las bases para la creación de una clase de parados permanentes que habría de transformar a corto plazo la «cuestión negra» en un polvorín.

En 1958, en un folleto titulado Facing Reality, el grupo Correspondence analizó así la vertiente «objetiva» de la automatización:

Lo que está tocando a su fin es la etapa de producción en masa por obreros en cadenas de montaje. La propia cadena de montaje constituye la última gran barrera para la automatización en la industria. La esencia de la cadena reside en que crea una demanda de destreza manual a la vez que organiza y controla esta destreza al máximo por medio de la cinta transportadora. La esencia de la automatización reside en reemplazar la destreza manual por completo sustituyéndola por controles electrónicos. […]

La etapa crucial se franqueó en la década de 1950, cuando la automatización se estableció firmemente en la industria metalúrgica. En los Estados Unidos esto significa ante todo la industria automovilística, y fue ahí donde surgió el término «automatización» para describir la interconexión de máquinas-herramienta mediante controles electrónicos. […]

Hasta ahora, cada nueva etapa tecnológica ha constituido la base para una expansión de la necesidad de mano de obra. Después de cada crisis en la que se desechaban los viejos medios de producción, la población activa aumentaba. La automatización es esa etapa tecnológica que, con independencia de la masa de bienes producidos y por primera vez bajo el capitalismo, no creará la necesidad de más mano de obra.

Pocos años después, en The American Revolution (1963)[4] —libro traducido a seis idiomas y que provocó la escisión del grupo Correspondence—, James Boggs hizo su particular balance de la vertiente «subjetiva» de ese proceso:

También está claro que los trabajadores mejor organizados del país, los viejos estratos sindicados, la especie en extinción de los obreros empleados en la producción directa, han aprendido que, de cara a las acciones que emprendan o puedan emprender a partir de ahora, necesitarán la ayuda de otras fuerzas. Hoy en día, el problema del control de la producción y la solución de reivindicaciones locales concretas debe ser afrontado por amplios sectores de la población. Más que nunca, en la actualidad estas cuestiones suponen enfrentarse al sindicato, al gobierno municipal, al gobierno estatal y al gobierno nacional. La cuestión no estriba en que los obreros puedan sublevarse o no. Un solo trabajador también puede sublevarse. Pero los obreros no son imbéciles. Al igual que los trabajadores del resto del mundo, e incluso más, a veces los obreros norteamericanos también quieren ganar. Cuando luchan, quieren asegurarse de poder obtener algún éxito inmediato. Conocen la estructura de la sociedad y saben que para vencer tendrán que unirse a otros. […]

Su análisis, sin embargo, no se detuvo ahí, y además de abordar la cuestión de quiénes iban a ser exactamente esos «otros» y lo que habrían de aportar al proceso revolucionario, también señaló los escollos inherentes a la aparición de una coyuntura semejante:

Suman ya millones los jóvenes de ambos sexos que no han tenido un empleo jamás y que viven al día, ya sea de la caridad o de delitos menores, es decir, a expensas de quienes trabajan. […]

No nos hagamos ilusión alguna de que vaya a ser fácil lograr la unidad entre estos marginales y quienes todavía están dentro del sistema porque trabajan. Como hemos señalado antes, las propias organizaciones sindicales van separando a los trabajadores empleados de los parados, y no pueden hacer nada por estos últimos. […] Esto significa que, en lo que se refiere a los cambios que hacen falta, para acceder el pensamiento más radical, es decir, al más profundo, tenemos que acudir a los marginados. […][5]

Las tesis de Boggs no pasaron desapercibidas, y es más que probable que contribuyeran a que grupos como Négation e Invariance, en varios de cuyos escritos aparecen referencias a éste y a su libro[6], vieran en el ‘68 no tanto el pistoletazo de salida de una nueva «época revolucionaria» como el final de un largo ciclo contrarrevolucionario debido a que «la propia contrarrevolución comienza a socavar sus propias bases»[7].

Para el consejismo y el bordiguismo más o menos ortodoxos —por lo demás, radicalmente opuestos en su valoración del ‘68— éste último se limitó fundamentalmente a confirmar las tesis que venían sosteniendo desde hacía varias décadas, así como a permitirles incrementar notablemente su público y la difusión de su ideario. En otras palabras, no les planteó ningún problema teórico nuevo ni alteró esencialmente su «marco conceptual».

La «ultraizquierda», en cambio, apenas tuvo tiempo de poner sobre el tapete las insuficiencias y los anacronismos de sus mayores antes de desaparecer con la reanudación revolucionaria que la había hecho surgir, y apenas dejó tras de sí más que un puñado de textos repletos de afirmaciones aparentemente extravagantes, en los que equiparaban a las «organizaciones revolucionarias» con negocios de protección mafiosos («rackets») y la política y la militancia eran calificadas como actividades «contrarrevolucionarias»[8]. Por suerte para los aludidos, el carácter efímero de esta nueva «enfermedad infantil del comunismo» —fácilmente achacable a posteriori a la euforia y los «excesos» propios de la época— les ahorró la molestia de tener que denunciarla abiertamente como tal.

Como botón de muestra y ejemplo pertinente de los «excesos» en cuestión —si hiciésemos abstracción de la experiencia concreta a la que respondían— valgan estas palabras de Bériou:

En tanto superviviente del ciclo contrarrevolucionario, durante la reanudación revolucionaria [la teoría] se convierte en la expresión de la contrarrevolución: así, el bordiguismo o el consejismo son expresiones contrarrevolucionarias del movimiento real actual y pronto serán partícipes activos en la contrarrevolución práctica.[9]

Esa experiencia concreta no era otra que la crisis del consejismo, que Négation había vivido de primera mano como integrante de la red de la principal agrupación consejista francesa, Informations et Correspondance Ouvrières (ICO). A raíz del ’68, ICO había pasado de tener una veintena de miembros a tener varios centenares repartidos por todo el país. Sin embargo, buena parte de ellos —desde posiciones que iban desde el anarquismo o el comunismo de izquierda más «ortodoxos» a planteamientos de clara influencia situacionista— no tardaron en expresar una insatisfacción cada vez mayor con la ideología consejista y autogestionaria en boga en esos años, en los que las huelgas salvajes se multiplicaron sin que los trabajadores mostrasen inclinación alguna a hacerse cargo de la gestión de la producción.

Las cosas se precipitaron cuando, a principios de la década de 1970, comenzaron a proliferar en Estados Unidos artículos de prensa y estudios sociológicos en torno a una «revuelta contra el trabajo» que alcanzaba proporciones epidémicas entre las nuevas generaciones obreras. Grupos como Négation e Intervention Communiste pusieron de relieve que estas luchas, además de poner en crisis el poder de negociación de los sindicatos —cosa que ya había señalado Boggs como uno de los efectos de la automatización— estaban poniendo al mismo tiempo en entredicho el programa revolucionario clásico de emancipación del trabajo y establecimiento de un «poder obrero». Así pues, lejos de augurar el surgimiento de un «nuevo movimiento obrero», aquellas prácticas lo que anunciaban era el final de éste, «viejo» o «nuevo». En consecuencia, Négation y sus afines consideraron el rechazo del trabajo, los disturbios y las huelgas salvajes como los indicios de una posible destrucción inmediata e inminente de las relaciones de producción capitalistas, que teorizaron como la «autonegación del proletariado».

Seguir hablando hoy de gestión es una pura ideología contrarrevolucionaria, y en Estados Unidos más que en ningún otro lugar, porque en ese país las fuerzas productivas han llegado a una etapa en el que aparecen esas nuevas formas de lucha descritas en el texto “Counterplanning”, que carecen visiblemente de toda vocación gestionaria y que expresan la crítica del trabajo completamente sometido al capital, del mismo modo que los consejos expresaban la glorificación del trabajo, que todavía poseía, en aquel entonces, un desarrollo relativamente autónomo. […] A la conciencia de productor (de la riqueza social) le ha sucedido la conciencia de proletario (de productor de plusvalor), y más allá de la similitud entre sus causas, el contenido de las luchas se ha transformado: de gestionarias y positivas, se han vuelto cada vez más destructivas, puramente negativas.[10]

Sin embargo, la existencia simultánea de huelgas salvajes —a veces sin reivindicaciones— y de disturbios protagonizados por proletarios excluidos del proceso de producción inmediato, sin que se vislumbrara confluencia alguna entre ambas formas de lucha, planteaba de manera urgente el problema concreto de los límites de la revuelta en curso, que se extendía cada vez más al ámbito extra-laboral —como la escuela, la cárcel, la familia o el hospital psiquiátrico— pero sin comprometer la reproducción del sistema. Concretamente, en lo que se refiere a los disturbios, en los que veía una manifestación indiscutible de la «necesidad de comunismo», Négation levantó acta tanto de la novedad que representaban esos movimientos como de sus límites:

Así pues, Négation se hacía eco aquí, a su manera, de la misma inquietud expresada por Boggs en La revolución americana y cuyas líneas fundamentales de evolución ya había anticipado:

A medida que se generalice, la automatización intensificará las crisis del capitalismo y agudizará los conflictos entre distintos sectores de la población, especialmente entre quienes trabajan y los que no lo hacen, entre los que pagan impuestos y los que no los pagan. Este conflicto producirá un movimiento contrarrevolucionario formado por los estratos sociales agobiados por el coste continuado que les supone mantener a estos elementos superfluos pero que a la vez están decididos a mantener al sistema que crea y multiplica su número. […][12]

En ese mismo momento, y de forma paralela, en el seno de ICO había comenzado a tomar cuerpo una ideología difusa de «autogestión de las luchas obreras» yuxtapuesta a otra, que preconizaba la autogestión de diversas luchas en torno a cuestiones como la sexualidad, la familia, la ecología o la anti-psiquiatría, pero que respetaba «no sólo las separaciones actuales, sino también las categorías (trabajo, ocio, sexualidad, familia) determinadas por esas separaciones.»[13]

Frente a esa evolución, que calificó de «contrarrevolución autogestionaria», en su texto de ruptura con ICO[14], Négation quiso precisar lo que entendía por contrarrevolución: «La contrarrevolución se sitúa siempre en el terreno de la revolución: es el punto más extremo al que puede llegar el movimiento revolucionario sin romper con el capitalismo. Y a la inversa, es el punto más extremo al que puede llegar el capitalismo sin ser destruido.»[15] En otras palabras, son los propios límites de la revolución los que suscitan forzosamente una potente contrarrevolución —que no es otra cosa que el proceso de reproducción de las categorías del capital a un nivel más alto—, y la dotan de contenido.

En cualquier caso, con el retorno de la crisis a finales de 1973, el cacareado poder de las organizaciones informales de base con el que venían especulando consejistas y «autónomos» no sólo se esfumó de la noche a la mañana, sino que las prácticas asociadas al «rechazo del trabajo» quedaron bruscamente interrumpidas a la vez que se producía un repliegue generalizado hacia el terreno de la seguridad en el empleo y el mantenimiento de los niveles salariales existentes: la ofensiva de la clase obrera organizada se mostró incapaz de salir de la dialéctica de su implicación recíproca con el capital y quedó paralizada. A partir de 1974-1975, se hizo evidente que había una reestructuración capitalista en marcha, plasmada en el ataque contra la «rigidez» de la clase trabajadora de las grandes fábricas mediante la descentralización y la reorganización de los procesos de trabajo, los despidos masivos, las jubilaciones anticipadas, y el traslado de gran parte de la producción hacia países «emergentes», por un lado, y la difusión de la marginación, la precariedad, el trabajo a tiempo parcial y la flexibilidad, por otro.

Ante semejante vuelco, la teoría de la autonegación del proletariado (que, sintomáticamente, debía ir precedida por la formación de una «clase universal» fruto de la fusión de los estratos proletarizados de las clases medias y de los proletarios excluidos del proceso de producción con la clase obrera propiamente dicha) dejó de ser defendible y entró rápidamente en crisis. La consecuencia inmediata fue la desaparición de los grupos de ultraizquierda (o, como en el caso de Invariance, un giro de 180 grados en sus posiciones). Paradójicamente, sin embargo, la crisis de 1973 y el consiguiente reflujo, que resultaron fatales tanto para la ultraizquierda como para el neo-leninismo sesentayochista, favorecieron el reagrupamiento tanto de la «izquierda comunista resucitada» como del «nuevo movimiento»[16] autónomo-consejista y permitieron a éstos seguir cerrando los ojos ante proceso más profundo en curso, a saber, la crisis mortal de la afirmación del proletariado, que la ultraizquierda, por su parte, había confundido apresuradamente con su inminente «autonegación».

A ese respecto, el balance efectuado por el comunista de izquierda norteamericano Loren Goldner en su artículo de 1981 “The Remaking of the American Working Class” resulta muy instructivo. Escrito originalmente en francés y destinado, por tanto, al medio «post-consejista» de ese país, dicho texto resumía así los debates en curso en la Francia de aquellos años:

El fecundísimo debate entre las corrientes de ultraizquierda francesas durante el período 1968-1973, pese a toda su riqueza (pienso en los textos de Invariance del período 1968-1972, en Le Mouvement Communiste, Négation y la Corriente Comunista Internacional durante el mismo período) se fue disipando poco a poco en largas disertaciones acerca del Valor y la Autodisolución del Proletariado […].

Sea como fuere, es una lástima que, tras rendir homenaje a la «fecundidad» de ese debate, Goldner no se prodigara un poco más en torno a lo que estaba en juego en él, y no dijera una palabra a sus lectores acerca de la alternativa real y concreta a esas «largas disertaciones» ni dejara constancia de que la ultraizquierda ya había señalado claramente las limitaciones del período post-68. De ahí que la conclusión con la que despacha todo el asunto apenas pueda ser más insatisfactoria y, más allá de la genérica invocación de la «falta de conciencia», nos deje en la inopia por lo que se refiere a los motivos concretos de la desaparición de la ultraizquierda:

En aspectos importantes, la ultraizquierda francesa fue tan poco consciente del carácter específico de la crisis de 1973 como la izquierda oficial y los izquierdistas y, por tanto, después de haber denunciado, a menudo de forma brillante, las estupideces de éstos, fue borrada del mapa en el mismo momento.

Con todo, lo más llamativo de este balance de Goldner es que no aluda en ningún momento al hecho —del que sin duda estaba al tanto— de que en ese período de reflujo y reorganización del capital cuyo balance estaba realizando, al mismo tiempo que la ultraizquierda era «borrada del mapa», buena parte de los demás partícipes en la «crisis del consejismo» estaban fundando nuevas organizaciones basadas en el legado de las Izquierdas Comunistas o en torno al nuevo evangelio de la «autonomía». Afortunadamente para nosotros, y pese a haber sido redactado varias décadas más tarde —en el marco de un ajuste de cuentas con la Internacional situacionista—, disponemos del valioso testimonio de un protagonista destacado: Henri Simon, fundador de ICO y posterior artífice de Échanges et Mouvement.

En este reflujo —que en realidad fue el fracaso de un impulso revolucionario— resurgieron los demonios tradicionales: era necesario organizarse política y sindicalmente para continuar la lucha […]. Bajo diversas formas, prosperaron grupos políticos en torno a un leninismo reafirmado o reintroducido a través del centralismo de un partido fuerte[17]. La negativa de una fracción de ICO a adherirse a la «perspectiva revolucionaria» que imponía la construcción de una organización digna de ese nombre provocó el estallido del grupo, que se polarizó en torno a viejas corrientes políticas: los elementos que reivindicaban el marxismo, por un lado, que formaron la CCI [Corriente Comunista Internacional] —organización muy centralizada de estilo leninista— y los elementos anarquistas, por otro, que, tras varias tentativas, se congregaron en una organización, la OCL [Organisation Communiste Libertaire]. Algunos trataron de mantener, con bastantes vicisitudes, una actividad de grupo dedicada esencialmente a publicaciones en torno al comunismo de consejos y una agrupación internacional.[18]

A la luz de estas líneas, pues, parece lícito concluir, por una parte y aunque fuera por omisión, que Goldner estaba otorgando un valor tácito al hecho de sobrevivir de forma «organizada» al reflujo, y por otra, que quienes asumieron la tarea —entre ellos Dauvé o el propio Goldner— de transmitir la ideología «autónoma» actualizada o el legado reciclado de las Izquierdas Comunistas a las generaciones posteriores, también contribuyeron a ocultar algunas de las aportaciones más importantes realizadas por los protagonistas más destacados de la última gran ruptura del movimiento comunista.

Ruptura en la crítica de la economía política: dominación formal y dominación real del capital

Tras la derrota de cada asalto revolucionario, la contrarrevolución que se instaura liquida un poco más las mediaciones entre el movimiento comunista y el programa comunista.

J.-Y. Bériou, Teoría revolucionaria y ciclos históricos

Desde mediados de los años 30 (tras la crisis del ‘29) y a lo largo de todo el período de «boom» económico que va desde la post-guerra hasta llegar a 1968, la teoría de las crisis y hasta la simple consideración del capitalismo en términos de «valor que se valoriza a sí mismo» estuvieron casi completamente ausentes del debate teórico entre las minorías radicales, que estaba centrado de forma casi exclusiva en las nuevas formas de organización subterránea e informal de los trabajadores y en la lucha contra la burocracia sindical y política de las organizaciones «obreras». No faltaron teóricos que —como Castoriadis— hasta trataron de demostrar que el capitalismo había superado para siempre sus crisis. Otros, como los situacionistas, consideraron —siguiendo los pasos de Lukàcs—, que la crítica de la economía política se reducía a la denuncia de la omnipresencia del fetichismo de la mercancía a escala de la sociedad capitalista en conjunto, pero sin llegar a abordar a fondo las claves de la transformación de las relaciones de clase tras la posguerra, lo que les llevó a yuxtaponer una definición «clásica» del proletariado basada en la posición del «capital variable» en las relaciones de producción, a otra, abstracta y humanista, que equiparaba a éste con todo sujeto empírico portador de la resistencia a la alienación.

A partir del ’68 y el Otoño Caliente italiano, el retorno masivo de las luchas obreras y las nuevas características de éstas, obligaron a profundizar en el estudio de las teorías de la crisis —cuyos síntomas, como la suspensión de la convertibilidad en oro del dólar (marzo de 1968) o la recesión de 1969-1971 en Estados Unidos, iban acumulándose con rapidez— así como la de analizar el desarrollo capitalista como un todo a fin de poder comprender adecuadamente esas nuevas luchas, que ahora estallaban no sólo en las fábricas, sino también fuera de ellas. La era en la que había bastado con estudiar a la clase trabajadora desde la óptica «inmediatista» del proceso de producción inmediato, como habían hecho durante años «S. ou B.» o —hasta cierto punto— el operaismo italiano, había tocado a su fin.

Jacques Camatte y la revista Invariance desempeñaron un papel de primer orden en este sentido, al establecer —en un trabajo que databa de 1964-1966, pero que no se publicó hasta 1968, en el nº 2 de Invariance— una nueva periodización del desarrollo capitalista que fue adoptada por la práctica totalidad de los grupos de ultraizquierda de la época[19]: la distinción entre dominación formal y dominación real del capital. Veamos de qué se trata.

La característica principal de la dominación formal es que, dado que el proceso de valorización del capital aún no domina totalmente el proceso de producción inmediato, el elemento dominante de dicho proceso, cuyo núcleo está en manos de trabajadores cualificados, es el capital variable, la fuerza de trabajo. Esta situación se corresponde con el predominio de la extracción de plusvalor absoluto, es decir, con la prolongación de la jornada de trabajo y la intensificación de ésta por medios externos al proceso de trabajo propiamente dicho, así como con la contratación de mano de obra suplementaria, a menudo femenina e infantil, todo ello acompañado de unos salarios tan bajos como sea posible.

También es característica de la dominación formal es la subsistencia de modos de producción precapitalistas (como la pequeña producción mercantil y la agricultura semifeudal), lo que supone la existencia de clases con las que el capital se ve obligado a compartir su dominio, y que determinados elementos del proceso de valorización —como las mercancías necesarias para la reproducción de la fuerza de trabajo— escapen a su influencia directa. Al comienzo de esta etapa del desarrollo del capital, la clase obrera carece de derechos políticos, y tras obtenerlos, su escasa fuerza le obliga a buscar aliados, a «intentar concretar su fuerza incipiente y sus momentos de revuelta en el ámbito parlamentario», donde —como señala Bériou— «ninguna clase era capaz de dictar sus exigencias sin debates».

Otro rasgo fundamental de la dominación formal —consecuencia directa de que el trabajo sea el factor preponderante del proceso de producción inmediato y que la reproducción de la clase obrera no esté integrada en el ciclo propio del capital— es la autonomía del proletariado y de sus organizaciones. El corolario natural es que la revolución —una vez superadas las ilusiones acerca de la posibilidad de emancipación dentro de la sociedad burguesa— se concibe como una lucha del trabajo contra el capital, como la afirmación de la clase del trabajo y su transformación en clase dominante. La noción de una «dictadura del proletariado» se desprende directamente de la imposibilidad de que el proletariado ponga directamente fin a su condición; su «dictadura» representa, por tanto, un compromiso, fruto de la necesidad de un período de transición en el que el proletariado generalice su condición al resto de capas no explotadoras antes de poder acceder a la «fase superior» del comunismo. En otras palabras, bajo la dominación formal no se concibe la existencia de una discontinuidad total entre capitalismo y comunismo.

Según la ultraizquierda, por tanto, lo que dicta en cada momento la actividad histórica del proletariado —y, por consiguiente, sus tareas, sus formas de organización, y las modalidades concretas de su «dictadura»— es el grado de desarrollo del capital (y, por consiguiente, la «composición de clase» correspondiente). Si en 1848 el objetivo del proletariado parisino fue organizarse como partido virtual y secreto para imponer la República al gobierno provisional y defenderse a continuación del inevitable contraataque de la burguesía, durante la Comuna de 1871 había pasado a ser la destrucción de la maquinaria del Estado y la organización simultánea de la democracia directa como instrumento de concertación con las demás capas populares. En ninguno de los dos casos, sin embargo, se intentó paralizar la producción de valor o ejercer el poder desde los centros donde ésta tenía lugar (la base electiva de la Comuna era el barrio, no la fábrica): todo giraba —aun cuando fuese negativamente, como en el caso de los anarquistas y su insistencia en la cuestión de la «autoridad» y del Estado— en torno a la dominación política, al derrocamiento del poder político existente, fuese para reemplazarlo por otro o para abolirlo inmediatamente.

A partir de 1871 se franquea una nueva etapa. La «política de alianzas» ha tocado a su fin y comienza un período en el que, en los países «avanzados»:

el proletariado ya no tiene necesidad de contemporizar con otros estratos sociales; tiene que integrarlos o destruirlos (o bien ser destruido por ellos). Tiene que establecer su dictadura. […] La única cuestión política pendiente es la del contenido de su dictadura, y esta cuestión sólo sigue siendo política porque el proletariado todavía no es socialmente dominante.[20]

Ahora bien, al forzar al capital a aumentar la productividad del trabajo —lo que permitió satisfacer las reivindicaciones de aumentos salariales y de reducción de la jornada laboral—, entre 1890 y 1945, el movimiento obrero no sólo contribuyó a la generalización del proletariado y a la transformación de éste en clase socialmente dominante, sino que también pasó a ser el aliado objetivo del capital en la transición a la dominación real.

La dominación real se caracteriza por la completa absorción del proceso de trabajo por el proceso de valorización del capital, lo que reduce a la mercancía fuerza de trabajo a una forma abstracta totalmente intercambiable, en la que lo único que cuenta es su capacidad de ser consumida productivamente durante el tiempo de trabajo y la extracción máxima de plusvalor.

Por tanto, el elemento dominante del proceso de producción inmediato es ahora el capital fijo, que impone la disciplina de trabajo de forma interna al propio proceso productivo y que incorpora cada vez más el saber técnico y la destreza del obrero al sistema de la maquinaria, a cuyo continuo perfeccionamiento tiene que adaptarse. La relación cada vez más abstracta del trabajador con el proceso de trabajo, cuyo contenido concreto le es indiferente, hace que no vea en éste más que un proceso de valorización que le permite ganarse la vida. Por consiguiente, su conciencia en relación con la transformación de su situación y con la organización del trabajo sólo puede expresarse en una oposición directa a la extorsión de plusvalor, que se manifiesta bajo la forma de una revuelta contra el trabajo:

Esta conciencia ya resulta aparente de manera inmediata en los numerosos actos de sabotaje organizados que afectan a la mayoría de las fábricas más modernas de Europa (Fiat, Turín, 1969), y sobre todo en Estados Unidos, donde estos actos se presentan cada vez más como movimientos de lucha organizados por los trabajadores que los sindicatos no pueden asumir. […] Se trata de una crítica del plustrabajo […]. Estos movimientos no se ocupan de reorganizar la producción a través de o dentro del proceso de producción existente; no tienen vocación gestora alguna, porque las bases materiales de la autogestión obrera desaparecieron con el productor inmediato.[21]

Ya en 1947, el co-fundador de la Tendencia Johnson-Forest, C.L.R. James —tras casi una década de estancia en Estados Unidos— aunque no había abandonado sus convicciones acerca de la necesidad de una reorganización del proceso productivo como aspecto integral de la lucha obrera, se dio cuenta, tras identificar el nuevo «eje estratégico» de esa lucha, de que aquel salto cualitativo no podía dejar de trastrocar todas las nociones que habían sustentado hasta entonces la concepción heredada del proceso revolucionario:

[…] en la actualidad el proletariado, llegado a una fase superior, ha sacado la conclusión definitiva. Su revuelta ya no se dirige contra la política y el modo de distribución del plusvalor, sino contra la propia producción de valor. Ha hecho su propia lectura acerca del pivote en torno al que gira la comprensión de la economía política. […]

El proletariado no busca, como en la Comuna, una mera forma política con la que lograr la emancipación del trabajo, ni busca, como en 1917-1923, soviets como medio para la política revolucionaria, para derrocar la propiedad privada. […]

Del mismo modo que la Comuna saltó por encima del nivel de la sociedad europea, y que los soviets crearon en 1905 una forma política con la que ni siquiera Lenin había soñado, tampoco ahora el proletariado ha entrado aún en su nuevo período creativo de organización político-económica[22]. Las relaciones de producción y los problemas políticos de 1947 han creado la necesidad de soluciones que van mucho más allá de los modestos comienzos de tiempos de Marx.[23]

En parte, ese salto cualitativo se debía precisamente a la completa absorción del proceso de trabajo inmediato por el capital y la subsunción cada vez mayor de la reproducción de la fuerza de trabajo al ciclo propio del capital supone una «integración» de facto de la clase obrera. La otra cara de este proceso es que su capacidad de afirmación autónoma —que paradójicamente y desde cierto punto de vista parece alcanzar su punto culminante e incluso llega a formalizarse ideológicamente— entra progresivamente en crisis. Esa «integración», sin embargo, ni guarda relación alguna con su «conciencia» o sus niveles de consumo ni supone atenuación alguna del carácter conflictual y antagonista de la relación capital-trabajo.[24]

Esta característica de la dominación real —consecuencia directa de que la vida social en conjunto esté organizada en torno a la valorización del valor—, condena a toda organización que no sea funcional al proceso de valorización a desaparecer a corto plazo o a vegetar en los márgenes. El hecho de que todos los organismos autónomos que hacen surgir las luchas sociales sean efímeros o se integren rápidamente en el sistema de explotación no se debe, por tanto, a que esos organismos se «corrompan» o se «burocraticen», sino al contrario: esto último es el simple corolario de su necesaria subordinación al proceso de valorización.[25]

A raíz de todo esto, bajo la dominación real la lucha se trasforma en una revuelta tanto contra el trabajo como contra el capital, y la revolución deja progresivamente de tener un «problema de organización» como tal, porque —al igual que la extinción del Estado en la teoría marxista clásica— la abolición del valor no puede «organizarse», sino simplemente llevarse a término o no: la «organización revolucionaria», por tanto, es una quimera. También en lo tocante a esta cuestión C. L. R. James se aproximó mucho —en 1948—a plantear el problema en sus términos efectivos:

Ya no queda nada por organizar. Se puede organizar a los trabajadores. Se puede crear una organización especial de trabajadores revolucionarios. Pero una vez que tenemos esas dos cosas, llegamos al final. La organización tal como la hemos conocido ha tocado a su fin. La tarea actual es abolir la organización. […]

La organización, tal y como la hemos conocido, ha cumplido su propósito. Se trataba de un propósito que reflejaba al proletariado dentro de la sociedad burguesa.[26]

Asimismo, diez años más tarde, James retrató a la perfección la inversión que en este aspecto había producido el paso de la dominación formal a la dominación real:

Ahora, medio siglo después, ¿qué vemos? El agitador profesional, el socialista revolucionario de tiempos de Lenin, se ha convertido en la actualidad en la base de la maquinaria burocrática de los sindicatos, los partidos políticos y los gobiernos […] He aquí a la dialéctica marxista en su contenido más profundo. El tipo social, la personalidad específica que fue la punta de lanza del movimiento obrero y del socialismo a comienzos de siglo, constituye hoy el núcleo duro de la reacción burocrática en todos los sectores del movimiento obrero.[27]

Igualmente, a medida que la dominación real se consolida y avanza (por ejemplo, al generalizarse la automatización), toda la problemática del «período de transición» entre capitalismo y comunismo queda completamente transformada.

Antes de que estas cuestiones fuesen abordadas por Jacques Camatte y por Négation, quien sin duda había concretado e innovado más al respecto fue James Boggs, que en La revolución americana había sostenido que la automatización de la industria permitiría producir y distribuir suficientes bienes y servicios socialmente necesarios para toda la población, y que, por tanto, los requisitos para el establecimiento de una sociedad «sin clases» y «sin trabajo» estaban ya presentes.[28]

En el siglo xix Marx dijo que tendría que haber una sociedad de transición entre la sociedad de clases capitalista y la sociedad sin clases comunista. Esta sociedad de transición, a la que denominó socialismo, sería todavía una sociedad de clases, pero en lugar de ser los capitalistas la clase dominante, serían los trabajadores. […]. Como clase dominante, los trabajadores desarrollarían las fuerzas productivas hasta alcanzar la etapa en que fuera posible el desarrollo integral de cada individuo y se realizara el principio «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades». Llegados a este punto, se podría llegar a una sociedad sin clases, es decir, al comunismo.

En los Estados Unidos, las fuerzas productivas ya se han desarrollado hasta el punto en que podría pasarse a la sociedad sin clases a la que —según Marx— sólo se podría acceder a través del comunismo.

Sin embargo, Boggs había argumentado que esos avances en materia de automatización y control cibernético también habían debilitado el poder de los sindicatos y de la organización obrera a nivel de talleres, y que la otra cara de ese proceso era la acumulación cada vez mayor de una población de «parados permanentes» concentrada principalmente en las comunidades urbanas negras.

Ahora bien, en opinión de Boggs las condiciones impuestas a estos proletarios excluidos no sólo los situaban más allá de la ideología del trabajo, sino que los hacía una potencialmente capaces de aglutinar fuerzas de protesta social heterogéneas en un movimiento universal, no sólo porque «han llegado a conocer a fondo las posibilidades de la sociedad en la que viven, y también saben que son lo bastante numerosos como para constituir una amenaza», sino también porque «la erupción de este nuevo grupo planteará conceptos radicales situados más allá de la imaginación de todos nosotros»:

Estos conceptos radicales no pueden surgir del movimiento obrero organizado. La lucha de clases de los trabajadores norteamericanos —unidos, organizados y disciplinados por el proceso de producción— llegó a su punto culminante con la creación del CIO en los años treinta. Hoy, en la década de 1960, el movimiento obrero estadounidense ha llegado al final de su recorrido. Ante los ajustes sociales e ideológicos necesarios para afrontar los revolucionarios cambios tecnológicos producidos, hoy en día el movimiento obrero organizado es tan reaccionario como lo era el capital organizado hace treinta años. El motivo fundamental es que sigue aferrado a la idea de que el hombre tiene que trabajar para vivir en una época en que ya sería técnicamente posible que los seres humanos no tuvieran más que extender la mano para procurarse lo que necesitan.

A diferencia de Boggs, que albergaba la ilusión de que los proletarios excluidos «tendrán que organizarse a sí mismos» y de que pronto se verían forzados a hacerlo, Négation —y antes Jacques Camatte— se dieron cuenta de que, debido a su carácter puramente destructivo y porque «el enemigo del que son víctimas no es tal o cual capitalista en particular, sino la sociedad capitalista en su conjunto»[29], estas luchas, negación potencial del orden capitalista, eran políticamente inorganizables, y de que precisamente ahí residía su significado profundamente revolucionario:

Estos movimientos nunca son utilizables o «encuadrables»; tal como aparecen, desaparecen, y si han de reaparecer, será sólo para generalizarse de un modo cada vez más catastrófico para el capital.[30]

Partido formal, partido histórico y «necesidad de comunismo»

¿De qué demonios sirve andar hoy por ahí diciéndoles a los trabajadores que lo que hace falta es un cuerpo de revolucionarios profesionales, dedicados a la lucha política, unidos internacionalmente y enemigos mortales del reformismo tradicional, etcétera? Eso los trabajadores lo saben. Los partidos comunistas están formados precisamente por organismos de ese tipo. Su política es corrupta. Pero la organización, el tipo básico, es la que Lenin pretendía. Quien opte por malinterpretar esto, a estas alturas, puede irse al infierno. […] Todo eso de convertir pequeñas escisiones en partidos que poco a poco irán creciendo para que los trabajadores se afilien a ellos es la quintaesencia de la estupidez. Ya no albergamos esa clase de ilusiones, a Dios gracias.

C.L.R. James, Notes on Dialectics

La ruptura teórica final protagonizada por Négation y cía. es la que atañe a la «cuestión del partido», concretamente en lo que se refiere a la distinción entre partido formal y partido histórico. Esta distinción se remonta a estas líneas de una carta enviada por Marx en febrero de 1860 a su amigo el poeta Ferdinand Freiligrath:

Señalaré que, después de que, a petición mía, la Liga fuera disuelta en noviembre de 1852, jamás he pertenecido —ni pertenezco— a ninguna sociedad secreta o pública; que por tanto el partido, en su sentido efímero, dejó de existir para mí hace ocho años. He intentado, además, despejar el malentendido según el cual yo entendería por «partido» una liga muerta desde hace ocho años, o una redacción de periódico disuelta desde hace doce. Entiendo el término «Partido» en su amplia acepción histórica.

Ante todo, precisemos que la ruptura teórica de la ultraizquierda francesa con la distinción entre partido formal y partido histórico concierne a la concepción «bordiguista» de esa distinción. Sería erróneo, por lo demás, pensar que la izquierda comunista italiana es la única tendencia de la izquierda comunista que haya cultivado la metafísica del partido, aunque sí fue la única en sostener que éste fue «establecido ya de una vez y para siempre a partir de una iluminación histórica —similar a la de los grandes profetas de las religiones reveladas—, que entre 1844 (Manuscritos económico-filosóficos) y 1848 (revolución) había forjado una perspectiva aplicable a todos los períodos de lucha sucesivos»[31]. C.L.R. James, por ejemplo, abordó ampliamente esta cuestión en Notes on Dialectics (1948):

El proletariado crea estas organizaciones. […] Sin embargo, la contradicción capitalista se expresa en el seno del proletariado a través de la concepción de estas organizaciones. Pues el proletariado, salvo cuando se expresa mediante el impulso, es decir, cuando se muestra activamente revolucionario, contiene y tiene que contener dentro de sí mismo el concepto de su opuesto. Esa, como hemos visto, es la forma en que degenera cada partido. […]

El principio y el fin del conocimiento independiente del proletariado es su partido político, mediante el cual investiga aquello que le concierne de forma exclusiva: la realidad y la transformación de su posición dentro de la sociedad burguesa. […][32]

Ahora bien, si el partido es el conocimiento del proletariado, entonces la mayoría de edad del proletariado significa la abolición del partido. […] El partido, tal y como lo hemos conocido, tiene que desaparecer. Desaparecerá. Está desapareciendo.[33]

Para James, pues, el proletariado y sus organizaciones son portadores orgánicos de «la contradicción capitalista», que no hace sino desarrollarse y agudizarse, pero transformando al mismo tiempo los términos en los que se plantea.

Sin llegar a formularla explícitamente como tal, Jacques Camatte recogió la distinción efectuada por Marx en «Origen y función de la forma-partido» (1961), texto que suscitó tal controversia en el PCInt que su publicación tuvo que ser impuesta por el propio Amadeo Bordiga. Sin embargo, no fue Camatte sino Bordiga quien formuló expresamente la distinción entre partido formal y partido histórico en 1965, en el marco de una polémica interna en la que precisamente pretendía marcar distancias con la posición de Camatte saliendo en defensa del «partido formal». Cuatro años más tarde, ya al margen del PCInt, Camatte retomó por su cuenta esa distinción en un texto titulado «La revolución comunista: tesis de trabajo» (1969). No obstante, ese mismo año, en un texto escrito en colaboración con Gianni Collu y titulado «Transición», tras vincular la distinción partido formal/partido histórico con la periodización dominación formal/dominación real y la consiguiente transformación de las «tareas» del proletariado, Camatte rompe con la concepción de Bordiga:

La teoría del partido —la teoría del proletariado— no se puede comprender exclusivamente a través de los llamados textos políticos de Marx y Engels […], porque esas obras consideran al proletariado ante todo desde el punto de vista de su realidad inmediata y teniendo en cuenta el partido formal posible en aquella época. En aquel entonces, el proletariado aún tenía que generalizar su existencia, impulsar el desarrollo del capital y, en caso de tomar el poder y constituirse en clase dominante, realizar tareas que fueron asumidas más tarde por el capital[34]. En la actualidad sólo es posible el partido histórico. Todo partido formal no es más que una organización rápidamente reabsorbida en forma de racket: lo mismo cabe decir de todo grupo, estructurado o no, que crea trabajar para la reconstitución del partido o la creación de los consejos.

Esta teoría, según la cual bajo la dominación real el capital ya no había lugar para un partido formal, puesto que históricamente éste no había tenido —ni podía tener— otra función que la de constituir una mediación para la afirmación del proletariado, fue adoptada por la práctica totalidad de la ultraizquierda. Que esa función de mediación histórica fuera desempeñada por un partido de masas reformista o una presunta «vanguardia revolucionaria» o incluso por una organización ajena a la tradición socialista, no era, en definitiva, más que un indicio del grado de desarrollo capitalista alcanzado por el país en cuestión. Y tanto bajo una forma como bajo la otra, el cometido seguía siendo el mismo: asegurar el «desarrollo de las fuerzas productivas» y la existencia continuada de la clase obrera como categoría del capital.

Esta tesis es la que distingue a la ultraizquierda de todas las modalidades de la «izquierda comunista», sean clásicas o «resucitadas»: puesto que bajo la dominación real el proletariado ya no tiene tareas mediadoras que cumplir y lleva en sí mismo el contenido de su tarea inmediata —la de su abolición—, ya sólo es posible el partido histórico, es decir, el movimiento real de autonegación del proletariado y de producción inmediata del comunismo.

A primera vista, podría pensarse que estamos ante una postura pura y simplemente «anti-organizativa», una negación abstracta de la cuestión de la organización en vez de una tentativa de superarla, como sucedería con la evolución posterior de Camatte. Lo cierto, sin embargo, es que la condena unánime de todo «partido formal» por parte de Négation/Le Voyou, Intervention Communiste y Le Mouvement Communiste (relativa en el caso de este último grupo, como a continuación veremos) no les condujo a rechazar de plano toda posibilidad de «reagrupamiento de los revolucionarios», sino a una redefinición completa del contenido y las formas de la revolución comunista, que quedó especificada como obra de una clase producida por el capital que no podía existir dentro de él —el proletariado, entendido como «clase comunizadora»[35]— y que encuentra la materia de su actividad —la liquidación histórica del valor— en el proceso mismo de su formación.

La existencia misma de un movimiento comunista presuponía, por tanto, la superación inmediata de las categorías capitalistas. Por eso mismo, en ausencia de un movimiento que suponga un asalto práctico contra las categorías del valor, toda organización —formal o informal— que pretenda tener un impacto real se ve forzada a hacer izquierdismo[36], es decir, a permanecer dentro de esas categorías (empresa, barrio, escuela, etc.). Así zanjó la cuestión Intervention Communiste:

Practicar otras intervenciones no sólo supondría convertir al movimiento comunista en un racket, presentar un programa, decir que el comunismo no es esto sino aquello y otorgar una positividad al proletariado, sino también, a despecho de todos los discursos, perpetuar el partido formal. [37]

En consecuencia, tanto la posibilidad del reagrupamiento como las demás tareas de los comunistas dependen, antes que nada, de que se establezca con claridad el carácter contrarrevolucionario, revolucionario o de reanudación revolucionaria del período en que se encuentran. Los revolucionarios no «deciden», por tanto, unificar ni acelerar el proceso revolucionario ni su grado de centralización, por lo que, como señaló Le Voyou, «el movimiento comunista no puede expresarse ni por medio de una centralización formal ni por medio de un autonomismo federalista o unionista»[38]: la centralización no es una elección, sino una necesidad.[39] Tampoco existen, por tanto, tareas a las que el movimiento comunista tenga que dar prioridad o en las que tenga que concentrar sus recursos, sino que el movimiento se ve llevado a realizar ciertas tareas que sólo puede cumplir concentrándolos.

La principal característica de la reanudación revolucionaria del ’68 había sido, según la ultraizquierda, el «re-conocimiento» de la teoría comunista y su reactivación, pues en el período anterior ésta sólo había existido como un conjunto de principios fosilizados, como un programa:

En un período de contrarrevolución «total», lo único que puede haber —en el mejor de los casos— es la conservación de un programa diluido él mismo por ese período. Desde el año ‘68, en términos generales, existe —todavía de forma fragmentaria, por supuesto— una producción de teoría comunista que refleja las tendencias del movimiento real. Esta producción es práctica en sí misma debido a los vínculos que obliga a establecer, en la medida en que ese apremio lo ejerce el movimiento social real, y no las exhortaciones externas de tal o cual individuo o grupo, de tal o cual revista.[40]

El segundo rasgo característico de la reanudación había sido «el fin de la actividad teórica como práctica separada debido a la imperiosa necesidad de reapropiación práctica de la teoría por parte del proletariado»[41]. Éste, por tanto, «no recibe principios o análisis que los comunistas le transmiten —esa es la relación clase obrera/militante—, sino que se apropia de la teoría de su propio movimiento porque su situación concreta le obliga a hacerlo so pena de ser derrotado»[42]. En otras palabras, el corolario natural del fin de la separación teoría/práctica es la desaparición de la separación proletarios/teóricos, pues la teoría está inscrita en la condición social de estos últimos, que no son sino unos proletarios entre otros. Dicho de otro modo: con anterioridad al movimiento comunista efectivo no existen revolucionarios, que son una producción de éste, inscrita en el movimiento contradictorio del capital. Por último, como señala Bériou:

Esta apropiación/producción de la teoría del comunismo como movimiento revolucionario se elabora a la vez contra el programa comunista transmitido en forma de «principios» fosilizados —porque este programa ha sido deformado y petrificado a su vez, convertido en parcial y abstractamente doctrinario como consecuencia de la contrarrevolución y el fracaso del último asalto revolucionario— pero también se elabora a partir de él, mediante su ingestión/digestión bajo la presión de los acontecimientos.[43]

Una vez verificado que el período abierto por el ’68 era de reanudación revolucionaria, la ultraizquierda se vio obligada inmediatamente a afrontar y precisar los límites de esa reanudación. Si bien ésta había roto con el dominio absoluto de la contrarrevolución, la «necesidad de comunismo»[44] no se había generalizado hasta el punto de superar prácticamente sus manifestaciones iniciales y mostrarse capaz de abordar la transformación de las relaciones de producción.

Esos límites estuvieron en el origen de una importante polémica en el medio ultraizquierdista, que enfrentó a Négation/Le Voyou e Intervention Communiste por un lado, y a Le Mouvement Communiste por otro. Puesto que los vínculos que habían surgido a partir de la reanudación no podían ser inmediatamente prácticos, nada garantizaba que los reagrupamientos a los que había dado lugar no fueran meramente formales. Ante la realidad de los límites de la reanudación —es decir, del reflujo inminente—, Le Mouvement Communiste comenzó a defender la necesidad de un sistema estable de contactos permanentes entre los distintos grupos de ultraizquierda afirmando que «si no se puede plantear la reconstitución de una organización formal, los reagrupamientos circunstanciales ya no bastan», y apoyando esta invocación de la «necesidad objetiva» con el argumento «subjetivo» de que «no tomar en consideración, o peor, reprimir o autocensurar la necesidad individual del comunismo, es propio de la contrarrevolución»[45].

La respuesta de Le Voyou fue categórica:

Pretendéis actualizar el partido formal basando su existencia no ya en la política sino en la necesidad (humana).[46]

En efecto, en la medida en que pretendían reemplazar el apremio práctico de la crisis de la relación de clase y el proceso histórico de formación del proletariado por el trabajo en común y el reforzamiento sistemático de lazos, idealizando al mismo tiempo la necesidad personal de comunismo, las posiciones de Le Mouvement Communiste no hacían más que reafirmar el comunismo programático bajo nuevos ropajes.

Intervention Communiste, por su parte, procurando al mismo tiempo no caer en la negación abstracta del argumento de sus interlocutores, se mostró no menos contundente:

El comunismo no es el producto de la actividad de «personas» que consideran intolerables todas las situaciones en las que el capital las coloca; si así fuera, se suprimiría la dependencia entre la revolución y el capital; la revolución se opondría a un ser ajeno a ella, y en ese momento, la abolición del intercambio sería la estrategia del «revolucionario» y no un producto del propio capital. La formación del proletariado es un momento del ciclo del capital […]

La superación de la necesidad individual no es la inserción en una práctica colectiva cualquiera, sino en el proceso de formación del proletariado, lo que la convierte en una necesidad real de comunismo y, al inscribirla no en una práctica colectiva (lo que resulta demasiado vago), sino en una clase, suprime cualquier problemática electiva que pudiera estar ligada a esa necesidad individual.

Hay que tomar en consideración la necesidad personal e inmediata de comunismo; pero esta necesidad, en tanto necesidad de la revolución, es negada y conservada como necesidad personal cuando se entiende que ninguna solución individual es posible, que no existe ningún apaño viable. Lo importante es comprender la inscripción de esta necesidad personal inmediata de comunismo como un momento de la formación del proletariado, como un momento de su existencia, como una necesidad colectiva de comunismo.[47]

A modo de conclusión

Aquí concluye esta breve introducción a la ultraizquierda francesa de los años 1968-1974. A lo largo de la misma, además de mostrar las raíces históricas —ya presentes de forma embrionaria en ciertas tendencias «autónomo-consejistas» de posguerra— y las fuentes de inspiración concretas de esta corriente, me he esforzado por desmentir algunas de las falacias y medias verdades con las que habitualmente se aborda la pseudo-crítica de la «teoría de la comunización», en especial en lo tocante a su presunta fobia «anti-organizativa», sus raíces «modernistas» y su consiguiente carácter «pequeñoburgués». Por el contrario, un aspecto que he dejado deliberadamente de lado es el de las refutaciones más o menos tendenciosas y las apropiaciones truncadas y restrictivas de la periodización dominación formal/dominación real, no porque la cuestión carezca de interés o relevancia —todo lo contrario—, sino por la sencilla razón de que merecería por sí sola de un artículo monográfico.

También me he abstenido de criticar aquí las tesis de la ultraizquierda, puesto que de lo que se trataba era de hacer una amplia exposición de las mismas. Por lo demás, es evidente —o debería de serlo— que una teoría cuya época ya pasó no puede seguir siendo «actual» indefinidamente, aun en el caso de que se muestre capaz de resistir favorablemente la comparación con otras todavía más antiguas, que posiblemente sigan circulando y reivindicando su propia «vigencia» porque se han vuelto «clásicos» intemporales.

En cualquier caso, como espero que haya podido apreciarse, el denominador común de las rupturas protagonizadas por la ultraizquierda no fue otro que una constante historización —partiendo del presente que le había tocado vivir— de la trayectoria del movimiento comunista, vinculándola siempre al grado de desarrollo capitalista correspondiente, y en consecuencia, sometiendo a escrutinio crítico constante la vigencia y el contenido de todo su arsenal teórico.

Por último, quisiera aclarar que aquí he empleado el concepto de ultraizquierda en un sentido restringido —a diferencia, por ejemplo, del uso que suele hacer de él el grupo Théorie Communiste— para referirme exclusivamente a Invariance (1ª serie), Négation, Le Voyou (grupo compuesto en su práctica totalidad por miembros de Négation), Intervention Communiste y Le Mouvement Communiste. No obstante, —al igual que la mayoría de quienes han escrito sobre la ultraizquierda— considero importante señalar que la Internacional Situacionista (que influyó profundamente a la ultraizquierda del período 1972-1974) tenía, por así decirlo, un pie dentro y otro fuera de ella.

12 de noviembre de 2023

Federico Corriente

[1] La redacción de este artículo tuvo como «pretexto» la publicación de la traducción del libro de J.-Y. Bériou (miembro de Négation) Teoría revolucionaria y ciclos históricos, y el proyecto de presentarlo públicamente. Muy pronto, sin embargo, el temario se fue ampliando, primero a las tesis del grupo Négation en general y luego a las del conjunto de la ultraizquierda francesa del período 1972-1974.

[2] El Capital, Vol. 7, Tomo III, p. 509.

[3] En años recientes, diversos autores han puesto de relieve hasta qué punto fue intenso el intercambio de ideas, textos y experiencias de lucha entre los medios radicales de Detroit y los de Italia durante la década de 1960. El grupo Correspondence —nombre adoptado a partir de 1951 por la tendencia Johnson-Forest, gran parte de cuyos integrantes residía en Detroit— ejerció sobre el operaismo una influencia nada desdeñable a través del texto de 1947 “The American Worker”, de Paul Romano y Grace Lee, traducido por Danilo Montaldi a partir de la versión francesa aparecida en «Socialisme ou Barbarie» dos años después, y que fue una de las fuentes de inspiración de la «co-investigación» operaista de Romano Alquati. A su vez, en 1968, el operaista Ferrucio Gambino (que viajó a Detroit y a otras partes de Estados Unidos en 1967) facilitó la visita del obrero del automóvil y ex miembro del grupo Correspondence James Boggs —coincidiendo con la publicación de la traducción italiana de The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (1963)—, para que éste diese numerosas conferencias por Italia en compañía de su esposa, la cofundadora de la tendencia Johnson-Forest Grace Lee Boggs.

[4] Además de la traducción al catalán (trad. Ramon Folch i Camarasa) publicada en 1967, hubo dos traducciones al castellano, la española —titulada La revolución americana y traducida por Jorge García Clavel—, publicada por la editorial Nova Terra de Barcelona en mayo de 1968, y la argentina (titulada La revolución norteamericana y publicada por Merayo Editor en 1973). Todas las citas reproducidas en este texto están traducidas directamente del original.

[5] El subrayado es mío, F. C.

[6] En el libro Le Mouvement Communiste (Champ Libre, 1972), de Jean Barrot (Gilles Dauvé), puede leerse:

El desarrollo de Estados Unidos ha generado y mantenido «bolsas» de subdesarrollo muy importantes. Existen diversos grupos y minorías que no están integrados en la sociedad estadounidense y que viven al margen de la clase obrera propiamente dicha, ya sea sumidos en un paro y una pobreza casi permanentes, o realizando actividades poco productivas y muy mal remuneradas (pequeños agricultores, trabajadores agrícolas). Pero el desarrollo económico ha transformado el problema desde la guerra, y sobre todo en los últimos años, a través de la automatización, que ha expulsado a cientos de miles de trabajadores de la producción. […] Sin embargo, sus efectos ya han comenzado a sentirse, en particular entre los trabajadores negros, los primeros amenazados con ser excluidos de la producción.

En una nota a pie, Dauvé cita expresamente como fuente el libro de Boggs, y subraya, además, que «la cuestión de la automatización no ha sido planteada seriamente por los “revolucionarios”, salvo por la izquierda italiana, en su estudio sobre los manuscritos de 1857-1858».

[7] Le Mouvement Communiste nº 3, julio de 1972.

[8] Si bien se mira, la aparente excepción representada por los textos de Barrot/Dauvé, que han gozado de una difusión constante e ininterrumpida, no lo es en realidad. Si exceptuamos sus escritos del período 1972-1973 —en su mayoría sin traducir y en los que la «ruptura» es muy visible— tras la debacle de 1973 emprendió proyectos como La izquierda comunista en Alemania 1918-1921 (1976) o « Bilan », contre-révolution en Espagne 1936-1939 (1979), que las neoizquierdas comunistas no podían descalificar en bloque sin tirar piedras contra su propio tejado.

[9] Jean-Yves Bériou, Teoría revolucionaria y ciclos históricos, p. 67.

[10] « Contre-interprétation du “ Contre-planning ” dans l’atélier », ICO nº 118, p. 3, junio de 1972.

[11] «Lip y la contrarrevolución autogestionaria», p. 38. https://materialesxlaemancipacion.espivblogs.net/files/2020/10/Ne%CC%81gation-1974-Lip-y-la-contrarrevolucio%CC%81n-autogestionaria.pdf

[12] La revolución americana, pp. 61-62.

[13] « Contre-interprétation du “ Contre-planning ” dans l’atélier », ICO nº 118, p. 28.

[14] ICO nº 121, noviembre de 1972.

[15] Ibíd., p. 29

[16] No es casual que el «manifiesto» fundacional del año 1974 redactado por Henri Simon (incluido en Apuntes sobre la autonomía obrera, Ediciones Etcétera, Barcelona 1979, https://sindominio.net/etcetera/files/apuntesautonomia-comprimido.pdf) del grupo Échanges et mouvement —heredero directo de su anterior encarnación, la agrupación consejista-obrerista, ICO— se titule «nuevo movimiento» y no «nuevo movimiento obrero». Por lo demás, el texto ofrece un excelente resumen de las «nuevas» ideas del grupo, que el autor contrasta solapadamente con las de la ultraizquierda, a la que apenas distingue del resto de tendencias «vanguardistas» que «tratan de adaptarse» al nuevo mundo de la «autonomía».

[17] Nótese la desenvoltura con la que Simon mete en el mismo saco a la «corriente activista» de ultraizquierda y a los «tradicionalistas en materia de análisis y organización» so pretexto de que todos ellos eran «grupos partícipes de la ideología de la vanguardia». Por su parte, los «bolcheviques resucitados» tipo Révolution Internationale-CCI, tampoco tienen reparo alguno en amalgamar a la ultraizquierda (calificada de corriente «modernista») con los consejistas sobre la base de la presunta aversión anti-organizativa común a ambos. Véase, a este respecto, « ICO: un point de vue », de Henri Simon:  http://archivesautonomies.org/IMG/pdf/ico/supplement/ico-unpointdevue.pdf «La teoría de la comunización: esbozos de una crítica [Tendencia Comunista Internacionalista] https://inter-rev.foroactivo.com/t11912-la-teoria-de-la-comunizacion-esbozos-de-una-critica-tendencia-comunista-internacionalista-tci «Crítica a los llamados “comunistizadores” (I)»  https://es.internationalism.org/content/4928/criticas-los-llamados-comunistizadores-i-introduccion-la-serie y «Crítica a los llamados “comunistizadores” (II)»  https://es.internationalism.org/content/4929/critica-de-los-llamados-comunistizadores-ii-del-izquierdismo-al-modernismo-las

[18] « ICO et l’IS – Retour sur les relations entre Informations correspondance ouvrières et l’Internationale situationniste »,  http://www.mondialisme.org/spip.php?article1025

[19] Incluido, en aquel entonces, Barrot/Dauvé, que la empleó en la gran mayoría sus escritos de esa época antes de abandonarla sin explicación alguna. El «ajuste de cuentas» declarado de Dauvé —por llamarlo de alguna manera— con la distinción dominación formal/dominación real no llegó hasta 2004, en respuesta a una carta de la revista sueca Riff-Raff en torno a dicha cuestión  https://libcom.org/article/correspondence-between-parts-riff-raff-collective-and-gilles-dauve-aka-jean-barrot

[20] J.-Y. Bériou, Teoría revolucionaria y ciclos históricos, pp. 29-30.

[21] «El proletariado como destructor del trabajo»,  http://bibliotecacuadernosdenegacion.blogspot.com/2018/09/el-proletariado-como-destructor-del.html

[22] El subrayado es mío, F. C.

[23] The Invading Socialist Society, C.L.R James, F. Forest y Ria Stone, Bewick/Ed, Detroit 1972, pp. 13-15.

[24] «El problema no consistía en absoluto (como decían todas las ideologías de moda por aquel período) en que esta clase obrera estuviese integrada: esta clase obrera estaba simplemente sujetada y dominada con formas extremadamente violentas de represión, formas que […] no eran externas al modo de trabajar, sino que eran completamente internas al proceso de producción.» (Toni Negri, Del obrero-masa al obrero social, trad. Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona 1980)

[25] Esto es, una vez más, algo que C.L.R. James y cía. habían entendido, en el sentido, por ejemplo, de que el fenómeno estalinista no tenía nada de particularmente «ruso», sino que formaba parte de un proceso más amplio que estaba desarrollándose a escala mundial:

La mejor forma de entender estos partidos es dándonos cuenta de que incluso si la Rusia estalinista nunca hubiera existido y la revolución proletaria se hubiera visto aplazada, hubiera surgido alguna formación política semejante a los partidos estalinistas. (The Invading Socialist Society)

En otras palabras, esos partidos no eran ni los «instrumentos del Kremlin» ni una reedición de la socialdemocracia clásica, sino ante todo y por encima de todo, «un producto del trabajo y del capital en esta etapa» (Notes on Dialectics). Y pese a que, según James, su papel había caducado ya en lo que se refería a las clases obreras de los países más desarrollados, seguía plenamente vigente para los países en los que la descolonización y el acceso a un desarrollo capitalista «normal» aún eran tareas pendientes.

[26] Notes on Dialectics, p. 117. No pretendo afirmar que estas citas resuman las «concepciones organizativas» de C.L.R. James, ni mucho menos que su práctica fuera el fiel reflejo de dichas concepciones, sino poner de manifiesto que, en su reflexión sobre esta cuestión, se vio llevado hasta unos límites que fueron desarrollados después por la ultraizquierda francesa.

[27] Facing Reality, p. 89. Con la ventaja aportada por más de medio siglo de experiencia suplementaria, Roland Simon zanja la cuestión de forma mucho más clara y concluyente:

Puede reagruparse, reunificarse o radicalizarse a trabajadores revolucionarios cuando lo que se plantea inmediatamente como naturaleza revolucionaria es, inmediatamente, el hecho de ser un trabajador, es decir, su propia existencia en el seno del modo de producción capitalista. En cambio, no se puede crear una organización de amotinados tras los disturbios, ni de huelguistas salvajes que rechazan el trabajo en calidad de «huelguistas salvajes que rechazan el trabajo». No puede existir la Organización de Saboteadores de Lordstown. Cuando los amotinados de los guetos estadounidenses forman organizaciones, es para hacer política u organizar una «asistencia social» básica; cuando los saboteadores de Lordstown se organizan al margen de su propia práctica, es para hacer sindicalismo.

[…] el ascenso de la clase, el movimiento de la revolución como afirmación de ésta, puede ser «capitalizado», formalizado, frente al capital; en una palabra, organizado. […] la negación del proletariado jamás puede adquirir una forma estable. (Fondements critiques d’une théorie de la révolution, p. 566)

[28] Es de justicia reconocer que, en este aspecto, el grupo Correspondence —del que Boggs fue miembro hasta 1962— le había precedido: «También el concepto de Marx y Lenin de un período de transición al socialismo está desprovisto de significado en los países avanzados hoy en día.» (Facing Reality, p. 98, 1958)

[29] «Lip y la contrarrevolución autogestionaria»,  https://materialesxlaemancipacion.espivblogs.net/files/2020/10/Ne%CC%81gation-1974-Lip-y-la-contrarrevolucio%CC%81n-autogestionaria.pdf p. 37.

[30] «Transición», 1969.

[31] F. Santini, Apocalipsis y supervivencia, p. 43, https://www.pdf-archive.com/2017/09/29/francesco-santini-apocalipsis-y-supervivencia-1994/

[32] El subrayado es mío, F. C.

[33] Notes on Dialectics, pp. 172-176.

[34] El subrayado es mío, F. C.

[35] «El proletariado es un concepto político. Todos los economistas y sociólogos pueden debatir acerca de qué son el modo de producción capitalista, el trabajo productivo o incluso la clase obrera. El concepto de proletariado es diferente. Podemos considerar, con razón, que las contradicciones del modo de producción capitalista son portadoras de su superación, pero en tal caso esta afirmación supone inmediatamente un posicionamiento particular, social y político, en el seno de estas contradicciones, no su mero y simple reconocimiento. Es en este sentido que siempre se ha usado intuitivamente el concepto, que no es un simple sinónimo de clase obrera, por más reservas que se hagan a este último término.» («Contribución a la teoría de las clases», Théorie Communiste nº 27, p. 288)

[36] « L’anti-fascisme dans un verre d’eau de Vichy », p. 7.

[37] «Proletarios y comunistas», Bulletin Communiste, suplemento del nº 1 de Intervention Communiste, febrero de 1973. https://drive.google.com/file/d/1493qzKAQ6Pv05zBrv_GZxjPrNHcuDt1c/view

[38] « Bilan critique du voyou », París, septiembre de 1973.

[39] «Las clases», Intervention Communiste, nº 2, diciembre de 1973. https://drive.google.com/file/d/1uBbmdyBJ9VNHsV8y279A09U8cAOhFX_Y/view

[40] « L’anti-fascisme dans un verre d’eau de Vichy », pp. 16-17.

[41] «Proletarios y comunistas», Bulletin Communiste, suplemento del nº 1 de Intervention Communiste. https://drive.google.com/file/d/1493qzKAQ6Pv05zBrv_GZxjPrNHcuDt1c/view

[42] Ibíd.

[43] J.-Y. Bériou, Teoría revolucionaria y ciclos históricos, p. 64.

[44] El movimiento italiano del ’77 efectuó una peculiar lectura de la «necesidad de comunismo» (ya latente en los textos de Le Mouvement Communiste) según la cual el «motor» de esa necesidad es no la miseria (en el sentido más amplio de la expresión) sino el desarrollo de las necesidades de la «máxima fuerza productiva», a saber, la clase revolucionaria, demasiado «ricas» para ser reconducidas a la relación de capital, y que, en consecuencia, tendían a provocar el estallido de dicha relación.

[45] Le Mouvement Communiste nº 4, « Révolutionnaire » ? (notes sur la subversion)

[46] « L’anti-fascisme dans un verre d’eau de Vichy », p. 4.

[47] Intervention Communiste nº 2, «Las clases», diciembre de 1973. https://drive.google.com/file/d/1uBbmdyBJ9VNHsV8y279A09U8cAOhFX_Y/view