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Tesis contra el ocultismo


Theodor W. Adorno

I. La inclinación al ocultismo es síntoma de regresión de la conciencia. Éste ha perdido fuerzas para pensar en condicionarlo y mantenerlo. En lugar de determinar a ambos, por obra del concepto, en su unidad y diferencia, la mezcla sigue siendo distinta. Lo incondicionado se convierte de factum y lo condicionado inmediatamente comienza a constituir la esencia. El monoteísmo se disuelve en una segunda mitología. «Creo en la astrología porque no creo en Dios», cuestiona una investigación sobre psicología social realizada en Estados Unidos. La razón expuesta, que ha sido elevada al concepto de Dios único, parece confundida con su derumbe. El espíritu se separa del espíritu y se arruina la capacidad de comprender que estos no existen. La velada tendencia de la sociedad hacia la infelicidad avergüenza a sus víctimas con falsas revelaciones y fenómenos alucinatorios. En esta presentación fragmentaria esperan en vano conservar la vista y afrontar la fatalidad total. Después de miles de años de ilustración, el pánico comienza a estallar en una humanidad cuyo dominio sobre la naturaleza se traduce en dominio sobre el hombre que se convierte en horror ante lo que ahora los hombres ven conducidos al miedo a la naturaleza.

II. La segunda mitología es menos cierta que la primera. Esta fue la culminación del estado del conocimiento en sus diferentes épocas, cada una de ellas muestra, con mayor libertad aún que antes, la conciencia de la conexión natural ciega. Aquélla, turbada e intimidada, se siente desanimada por los conocimientos adquiridos en el seno de una sociedad que a través de la relación de intercambio omniambarcadora escapa a lo elemental -que los ocultistas pretenden dominar-. La mirada del marinero se puede apreciar en los Dioses, la animación de árboles y fuentes…; En todos los estados de oscurecimiento ante lo inexplicado, las experiencias del sujeto fueron moldeadas históricamente por los objetos de su acción. Pero como reacción racionalmente expresada contra la sociedad racional, en las casuchas y consultas de los visionarios de todo el mundo, el animismo renacido niega la alienación de la que la misma es testigo y vive subrogando a la experiencia inexistente. El ocultista conoce la consecuencia extrema del carácter fetichista de la mercancía: la obra angustiadamente objetivada florece en objetos con múltiples rasgos demoníacos. Lo que olvidé en un mundo lleno de producto, a ser producido por el hombre, se registra aunque desvirtuado, abstraído como un producto viejo e igual al mismo de los objetos. Como éstos parecen haberse congelado a la luz de la razón, como han perdido la apariencia de lo animado, el animador -en cuanto a calidad social- alcanza la independencia como algo natural-sobrenatural, una cosa entre las cosas.

IIl. La regresión al pensamiento mágico bajo el capitalismo tardío asimila dicho pensamiento a las formas capitalistas tardías. Los fenómenos marginales, sospechosamente asociales, del sistema y los mezquinos arreglos para mirar de reojo por las grietas de sus muros, no revelan nada de lo que hay fuera de él, pero mucho de las fuerzas disgregadoras de su interior. Aquellos pequeños sabios que aterrorizan a sus clientes ante la bola de cristal son modelos en miniatura de los otros grandes que tienen en sus manos el destino de la humanidad. La sociedad misma está tan desavenida y tan conjurada como los oscurantistas de la Psychic Researcb. La hipnosis que provocan las cosas ocultas se parece al terror totalitario: en los procesos contemporáneos ambos se funden. La risa de los augures ha llegado a constituir el escarnio que la sociedad hace de sí misma; se ceba en la explotación material directa de las almas. El horóscopo cumple las instrucciones de los organismos a los pueblos, y la mística de los números dispone las estadísticas de la administración y los precios de los cárteles. La propia integración termina revelándose como ideología para la desintegración en grupos de poder que se eliminan los unos a los otros. Quien da con ellos está perdido.

IV. El ocultismo es un movimiento reflejo tendente a la subjetivización de todo sentido, el complemento de la cosificación. Cuando la realidad objetiva les parece a los hombres que viven tan sorda como nunca antes les pareció, tratan de arrancarle un sentido mediante abracadabras. Confusamente lo exigen del mal más próximo: la racionalidad de lo real, con la que aquel no concuerda, es sustituida por mesas que brincan y radiaciones procedentes de masas de tierra. La hez del mundo fenoménico se convierte para la conciencia enferma en mundus inteliigibilis, Casi podría ser la verdad especulativa, como casi podría ser un ángel el personaje de Kafka Odradek, y sin embargo, está en una positividad que suprime el medio del pensamiento y deja sólo el bárbaro desvarío, la subjetividad enajenada de sí misma, que, como consecuencia, no se reconoce en el objeto. Cuanto más acabada es la indignidad de lo que se presenta como «espíritu» – y el sujeto ilustrado sin duda se reencontraría en lo más animado -, más se convierte el sentido allí rastreado, y que en sí no está presente, en proyección inconsciente y obsesiva del sujeto si no clínica, sí históricamente desintegrado. Este desea adecuar el mundo a su propia desintegración: de ahí que siempre ande con requisitos y malos deseos. «La tercera me lee en la mano. / Quiere leer mi desdicha». En el ocultismo el espíritu gime bajo su propio hechizo como alguien que sueña con una desgracia y cuyo tormento crece con la sensación de que está soñando sin que le sea posible despertar.

V. La violencia del ocultismo, como la del fascismo, con el que le unen esquemas de pensamiento del tipo del antisemitismo, no es simplemente una violencia pática. Más bien radica en que en las mínimas panaceas – imágenes encubridoras en cierto modo – la conciencia menesterosa de la verdad cree poder obtener un conocimiento, para ella oscuramente presente, que el progreso oficial en todas sus formas le escatima intencionalmente. Es el conocimiento de que la sociedad, al excluir virtualmente la posibilidad del cambio espontáneo, gravita hacia la catástrofe total. Del desatino real hace copia el astrológico, que presenta su oscura conexión de elementos enajenados – nada más ajeno que las estrellas- como un saber acerca del sujeto. La amenaza que se busca en las constelaciones se asemeja a la histórica, que sigue cerniéndose en el vacío de conciencia, en la ausencia de sujeto. El hecho de que todas las futuras víctimas lo sean de un todo configurado por ellas mismas, sólo pueden soportarlo transfiriendo aquel todo fuera de sí mismas a algo externo que se le asemeje. En el deplorable sinsentido en que se instalan, en el vacuo horror, pueden expulsar las toscas lamentaciones, el crudo miedo a la muerte y, sin embargo, continuar reprimiéndolos, como no pueden menos de hacerlo si quieren seguir viviendo. La ruptura en la línea de la vida como indicio de un cáncer acechante es una mentira sólo ahí donde se afirma, en la mano del individuo; donde no se hace diagnóstico alguno, en lo colectivo, sería una verdad. Con razón se sienten los ocultistas atraídos por fantasías científicas infantilmente monstruosas. La confusión que establecen entre sus emanaciones y los isótopos del uranio constituye la última claridad. Los rayos místicos son modestas anticipaciones de los producidos por la técnica. La superstición es conocimiento porque ve reunidas las cifras de la destrucción dispersas por la superficie social; y es terca porque con todo su instinto de muerte aún se aferra a ilusiones: la forma transfigurada y trasladada al cielo de la sociedad promete una respuesta que sólo puede darse en oposición a la sociedad real.

VI. El ocultismo es la metafísica de los mentecatos. La condición subalterna de los medios es tan poco accidental como lo apócrifo y pueril de lo revelado. Desde los primeros días del espiritismo, el más allá no ha comunicado cosas de mayor monta que los saludos de la abuela fallecida junto a la profecía de algún viaje inminente. La excusa de que el mundo de los espíritus no puede comunicar a la pobre razón humana más cosas que las que está en condiciones de recibir es igualmente necia, hipótesis auxiliar del sistema paranoico: más lejos que el viaje hacia donde está la abuela ha llevado el lumen naturale, y si los espíritus no quieren enterarse es que son unos duendes desatentos con los que más vale romper las relaciones. En el contenido burdamente natural del mensaje sobrenatural se revela su falsedad. Al intentar echar mano a lo perdido allá arriba, los ocultistas no encuentran sino su propia nada. Para no salir de la gris cotidianeidad en la que, como realistas incorregibles, se hallan a gusto, el sentido en el que se recrean lo asimilan al sinsentido del que huyen. El magro efecto mágico no es sino la magra existencia de la que él es reflejo. De ahí que los prosaicos se encuentren cómodos en él. Los hechos que sólo se diferencian de los que realmente lo son en que no lo son se sitúan en una cuarta dimensión. Su simple no ser es su qualitas occulta. Proporcionan a la imbecilidad una cosmovisión. Astrólogos y espiritistas dan de un modo drástico, definitivo, a cada cuestión una respuesta que no tanto la resuelve como, con sus crudas aseveraciones, la sustrae a toda posible solución. Su ámbito sublime, representado en un análogo del espacío, requiere tan poco ser pensado como las sillas y los jarrones. De ese modo refuerza el conformismo. Nada favorece más a lo existente que el que el existir como tal sea lo constitutivo del sentido.

VII. Las grandes religiones o han concebido, como la judía, la salvación de los muertos desde el silencio, obedeciendo a la prohibición de las imágenes, o han enseñado la resurrección de la carne. Su punto crucial estaba en la inseparabilidad de lo espiritual y lo corporal. No hay ninguna intención, nada «espiritual» que no se funde de algún modo en la percepción corpórea ni exija a su vez su realización corpórea. A los ocultistas, tan favorables a la idea de la resurrección, pero que propiamente no desean la salvación, esto les parece demasiado tosco. Su metafísica, que ni Huxley puede ya diferenciar de la metafísica, descansa en el axioma: «El alma se eleva a las alturas, ¡viva!, / el cuerpo queda en el canapé». Cuanto más alegre es la espiritualidad, más mecánica: ni Descartes la separo tan limpiamente. La división del trabajo y la cosificación son llevadas al límite: cuerpo y alma son separados en una perenne vivisección. El alma debe estar limpia de polvo para continuar sin desviaciones en regiones más luminosas su afanosa actividad en el mismo punto en que se interrumpió. En tal declaración de independencia, empero, el alma se convierte en una burda imitación de aquello de lo que falsamente se había emancipado. En el lugar de la acción recíproca, que aun la más rígida filosofía afirmaba, se instala el cuerpo astral, vergonzosa concesión del espíritu hipostasiado a su contrario. Sólo en su comparación con un cuerpo puede concebirse el espíritu puro, con lo que al mismo tiempo se anula. Con la cosificación de los espíritus, estos quedan ya negados.

VIII. Para los ocultistas esto significa una acusación de materialismo. Pero están decididos a preservar el cuerpo astral. Los objetos de su interés deben a la vez rebasar la posibilidad de la experiencia y ser experimentados. Ello ha de hacerse de un modo rigurosamente científico; cuanto mayor es la patraña, más esmerada es su componenda. La pretensión del control científico es llevada ad absurdum, donde nada hay que controlar. El mismo aparato racionalista y empirista que dio el golpe de gracia a los espíritus es puesto a contribución para conseguir que vuelvan a admitirlos quienes ya no confían en la propia ratio. Como si todo espíritu elemental no tuviese que sortear las trampas que el dominio sobre la naturaleza le tiende a su ser evanescente. Pero hasta eso lo utilizan los ocultistas en su beneficio. Como los espíritus escapan al control, es necesario dejarles franca, entre los dispositivos de seguridad, una puerta por la que puedan hacer tranquilamente su aparición. Pues los ocultistas son gente práctica. No los mueve la vana curiosidad; sólo buscan indicios. Van directos de las estrellas al negocio a plazo. Casi siempre el informe dado a unos cuantos pobres conocidos que esperan algo concluye con que la infelicidad está en casa.

IX. El pecado capital del ocultismo es la contaminación de espíritu y existencia, la cual se convierte incluso en atributo del espíritu. Este se originó en la existencia como órgano para sostenerse en la vida. Pero al quedar la existencia reflejada en el espíritu, éste se convierte en otra cosa. Lo existente procede a negarse con el recuerdo de sí mismo. Tal negación es el elemento del espíritu. Atribuirle también al espíritu una existencia positiva, aunque fuera de un orden superior, significa ponerlo en manos de aquello a lo que se opone. La ideología burguesa tardía lo había reconvertido en lo que fue para el preanimismo, en un existente en sí a la medida de la división social del trabajo, de la ruptura entre el trabajo físico y el espiritual, de la dominación planificada sobre el primero. En el concepto del espíritu existente en sí la conciencia justificaba ontológicamente el privilegio y lo eternizaba al dotarlo de autonomía frente al principio social que lo constituía. Tal ideología explota en el ocultismo: éste es en cierto modo el idealismo vuelto a sí. Precisamente por obra de la férrea antítesis entre ser y espíritu se convierte éste en un distrito del ser. Si, con respecto al todo, el idealismo había patrocinado la idea de que el ser es espíritu y este existe, el ocultismo saca la conclusión absurda de que la existencia significa un ser determinado: «La existencia, atendiendo a su devenir, es en general un ser con un no-ser, de modo que este no-ser se halla asumido en simple unidad con el ser. El no-ser se halla de tal modo asumido en el ser que el todo concreto está en la forma del ser, de la inmediación, y constituye la determinación como tal» (Hegel, Wissenschaft der Logik, 1, ed. Glockner, p. 123). Los ocultistas se toman al pie de la letra el no-ser «en simple unidad con el ser», y su tipo de concreción es un vertiginoso recorrido del camino que va del todo a lo determinado, lo cual puede encontrar un apoyo en la idea de que el todo, una vez determinado, deja de serlo. A la metafísica le gritan hic Rhodus bhic salta: si la inversión filosófica del espíritu ha de determinarse con la existencia, entonces la existencia dispersa, cualquiera – les parece a ellos- tiene que justificarse como espíritu particular. Si esto es así, la teoría de la existencia del espíritu, máximo encumbramiento de la conciencia burguesa, llevaría teleológicamente implícita su máxima degradación. La transición a la existencia, siempre «positiva» y base para una justificación del mundo, supone la tesis de la positividad del espíritu, su captabilidad y la transposición de lo absoluto al fenómeno. Que el mundo entero de las cosas tenga que ser, en cuanto «producto», espíritu o bien haya de ser algo de cosa y algo de espíritu, resulta indiferente, y el espíritu del mundo (Weltgeist) se convierte en espíritu supremo, en ángel guardián de lo existente, de lo despojado de espíritu. De ello viven los ocultistas: su mística es el enfant terrible del momento místico en Hegel. Llevan la especulación a una fraudulenta bancarrota. Al presentar el ser determinado como espíritu, someten al espíritu objetivado a la prueba de la existencia, la cual tiene que dar resultado negativo. No hay ningún espíritu.

Theodor W. Adorno, Mínima Moralia. Reflexiones de la vida dañada.