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Comunismo Antibolchevique

Paul Mattick

Introducción a: “Comunismo Antibolchevique”

La reimpresión de esta colección de ensayos y comentarios, que fueron escritos a lo largo de 40 años, puede encontrar su justificación en el actual fermento de ideas, mediante el cual una nueva izquierda dentro del movimiento socialista intenta derivar una teoría y una práctica más adecuadas a la situación presente y a las necesidades del cambio social. En tanto es de una naturaleza todavía meramente teórica, esta tendencia ha llevado a un creciente interés en la comprensión de los movimientos revolucionarios del pasado. Sin embargo, aunque quienes la proponen intentan diferenciarse del viejo y desacreditado movimiento obrero, aún no han sido capaces de desenvolver una teoría y una práctica propias, que pudiesen considerarse superiores a las del pasado. De hecho, las «lecciones de la historia» parecen haberse desperdiciado en gran medida en la nueva generación, que a menudo repite meramente, de una manera más insolente y con menos sofisticación, las equivocaciones probadas del pasado. En lugar de encontrar su orientación en las condiciones sociales efectivas y sus posibilidades, los nuevos izquierdistas basan sus inquietudes principalmente en un conjunto de ideologías que no tienen relevancia para los requerimientos del cambio social en las naciones capitalistas. Encuentran su inspiración no en los procesos de desarrollo de su propia sociedad, sino en los héroes de la revolución popular en países lejanos, revelando, en este modo, que su entusiasmo no es todavía
una preocupación real por el cambio social decisivo. Por supuesto, hay una teoría detrás de esta extraña aberración, a saber, la asunción de que las luchas antiimperialistas del «Tercer Mundo» incitarán a la revolución
social en las naciones capitalistas, conduciendo así a una transformación social mundial. Aunque esta teoría puede indicar sólo la frustración presente de los revolucionarios en dada situación no revolucionaria, fue una vez la doctrina aceptada por un movimiento revolucionario que, por breve tiempo, intentó extender la revolución rusa hasta convertirla en una revolución mundial, pero que fracasó. A este respecto, las ideas de los nuevos revolucionarios todavía se relacionan con el viejo leninismo, que Stalin describiera como «el marxismo de la época del imperialismo».

I

Desde el punto de vista de Lenin, no era el eslabón más fuerte, sino el más débil en la cadena de naciones imperialistas, el que, a través de su propia revolución, desencadenaría un proceso revolucionario mundial. Es más, en tanto el imperialismo se había vuelto una necesidad absoluta para el capitalismo, la lucha antiimperialista era a la vez una lucha contra el capitalismo mundial. Él se imaginó la revolución mundial como un tipo de repetición de la revolución rusa a una escala global. Igual que la revolución rusa había sido una «revolución popular», comprendiendo a obreros, campesinos y a la burguesía liberal, sin por ello, en la mente de Lenin, perder su carácter socialista, así la revolución mundial podía verse como una lucha unitaria de movimientos nacionalrevolucionarios y luchas de la clase obrera en las naciones imperialistas. Y al igual que, de acuerdo con Lenin, la existencia del partido bolchevique en Rusia garantizaba la transformación de la «revolución popular» en una revolución comunista, así, a una escala mundial, la Internacional bolchevique iba a transformar las luchas nacional-revolucionarias en luchas por el socialismo internacional. Ha pasado más de medio siglo desde que esta teoría fuese celebrada como un desarrollo necesario de las teorías de Marx, quien no enfatizó las dificultades imperialistas del capitalismo, sino que basó sus esperanzas de una revolución socialista en las contradicciones inherentes al sistema capitalista de producción. Desde el punto de vista de Marx, un capitalismo plenamente desarrollado era una precondición para una revolución socialista, aunque pensase posible que tal revolución pudiese recibir su ímpetu del exterior, esto es, de acontecimientos revolucionarios en naciones menos desarrolladas. Lo que Marx tenía específicamente en mente era una revolución en Rusia, que podría llevar plausiblemente a una revolución europea. Si ésta última tuviese éxito, sería razonable asumir que el carácter de la revolución internacional como un todo estaría determinado por las naciones capitalistas avanzadas. Sin embargo, la Revolución rusa no se extendió hacia occidente y en su aislamiento no podía realizar una sociedad socialista, sino meramente una
forma de capitalismo de Estado bajo el gobierno autoritario del partido bolchevique. Es cierto, claro, que las revoluciones burguesas en el sentido tradicional ya no son posibles. El control monopolista de la economía mundial por los grandes poderes capitalistas y su preponderancia productiva, excluye un desarrollo capitalista nacional independiente en las naciones subdesarrolladas. Aspirar a esta meta requiere, no obstante, de su liberación política de la dominación imperialista, lo mismo que de sus clases dominantes nativas, aliadas como están con los opresores extranjeros. Debido a que la lucha por la liberación tiene que basarse en las amplias masas, no puede usar las ideologías capitalistas tradicionales, sino que debe ser llevada adelante
con ideologías antiimperialistas y, por tanto, anticapitalistas. Estos movimientos nacional-revolucionarios no son signos de una revolución socialista mundial inminente, sino simplemente otros tantos esfuerzos en pro de un desarrollo capitalista independiente -aunque bajo una
forma capitalista de Estado. En la medida en que las naciones liberadas tienen éxito en librarse del control extranjero, incrementan las dificultades del capitalismo y empujan a su disolución. Hasta ese punto, también pueden ayudar a la lucha de clases en los países capitalistas
dominantes. Pero esto no altera el hecho de que las metas de la revolución proletaria en las naciones capitalistas son necesariamente diferentes de las que pueden realizarse en los países atrasados.
Sería ideal, sin duda, combinar las luchas anticapitalistas y antiimperialistas en un gran movimiento contra todas las formas de explotación y opresión. Desafortunadamente, esta es sólo una posibilidad imaginaria, irrealizable debido a las diferencias materiales y sociales efectivas entre las diversas naciones, diferentemente desarrolladas. La historia de Rusia desde 1917, como prototipo de las «revoluciones socialistas» en los países atrasados, ilumina las limitaciones objetivas de su transformación. Hoy, incluso experimentamos el penoso espectáculo de los llamados países socialistas, todos ellos adherentes a la ideología leninista, encarándose entre sí en una enemistad mortal y preparándose para destruirse. Es
bastante evidente que los intereses nacionales de los sistemas capitalistas de Estado -como todos los intereses nacionales- contienen en sí mismos sus propias tendencias imperialistas. Ya no es posible, de este modo, hablar de necesidades comunes del movimiento nacionalrevolucionario y del movimiento internacional-socialista.
El movimiento socialista internacional debe, por supuesto, ser un movimiento antiimperialista. Pero tiene que efectivizar su antiimperialismo a través de la destrucción del sistema capitalista en los países avanzados. Estando esto cumplido, el antiimperialismo dejaría de
tener sentido y las luchas sociales en la parte subdesarrollada del mundo se enfocarían hacia las diferencias internas de clase. Sin duda, la debilidad de los movimientos anticapitalistas en los países desarrollados es una razón más para la existencia de movimientos nacional revolucionarios. Pues los últimos no pueden esperar
por la revolución proletaria en los países capitalistas dominantes; con todo, donde tienen éxito, pueden alcanzar, en el mejor caso, sólo una liberación parcial de la explotación extranjera, no las condiciones del socialismo. Por otro lado, las revoluciones proletarias exitosas en las
naciones capitalistas desarrolladas conducirían a la internacionalización de todas las luchas sociales y acelerarían progresivamente la integración de las naciones subdesarrolladas en un sistema socialista mundial. El que haya movimientos nacional revolucionarios en las naciones atrasadas, pero no todavía movimientos socialistas en los países imperialistas, se debe a la mayor y más apremiante miseria en los primeros. También se debe a la disolución de la estructura colonial resultante de la II Guerra Mundial, y de la reorganización y modificación de la dominación imperialista en el mundo de postguerra. La fuerza de las circunstancias interconecta los movimientos nacionales con las luchas de poder imperialistas emprendidas actualmente, y la «liberación» de un tipo de imperialismo conduce a la subordinación a
otro. Bajo las condiciones presentes, en resumen, las revoluciones nacionales siguen siendo ilusorias, con respeto tanto a la verdadera independencia nacional como a su aparente ideología socialista. Pueden, no obstante, ser precondiciones para las luchas futuras por metas más realistas. Pero esto, también, depende del curso de los
acontecimientos en las naciones capitalistas avanzadas.

II

La preocupación por los movimientos nacionalrevolucionarios que todavía caracteriza al radicalismo de izquierda ha llevado, a nivel internacional, a una rededicación a los principios leninistas, en su ropaje ruso o chino, y disipa las energías, lanzadas por ello a actividades sin sentido y a menudo grotescas. Al intentar actualizar las ideas leninistas de la revolución y su organización en las naciones capitalistas avanzadas, los supuestos radicales impiden necesariamente el desarrollo de una conciencia revolucionaria adecuada a las tareas de la revolución socialista. Dado que pueden surgir nuevos movimientos socialistas revolucionarios, en respuesta a las dificultades sociales y económicas crecientes del capitalismo, es esencial poner renovada atención en las aspiraciones y los logros de los movimientos similares anteriores, y aquí, en particular, en el bolchevismo y su credo leninista.
En relación con esto, es particularmente apropiado evocar de nuevo a otro movimiento que emergió a partir de las vacilaciones de la Segunda Internacional y de las expectativas basadas en la revolución rusa. La mayor parte de los artículos de esta antología se ocupan de los
problemas del movimiento obrero internacional en el cambio de siglo esto es, de las razones y las consecuencias del crecimiento de un movimiento obrero que dejaba de ser revolucionario, a causa de la resiliencia del capitalismo y de su capacidad para mejorar las condiciones de vida de la población trabajadora. Con todo, las contradicciones inmanentes del capitalismo llevaron a la I Guerra Mundial y, mientras conducían al derrumbe parcial del viejo movimiento obrero, también dieron lugar a un nuevo radicalismo que tuvo su culmine en las revoluciones de Rusia y Europa Central.
Estas revoluciones involucraron tanto a las masas obreras organizadas como a las desorganizadas, que crearon su propia y nueva forma de organización, para la acción y la gestión, en los Consejos de Obreros y Soldados surgidos espontáneamente. Pero, tanto en Rusia como en Europa Central, el contenido efectivo de la revolución no se correspondía a su nueva forma revolucionaria. Mientras que en Rusia consistía principalmente en la falta de preparación para la transformación socialista, en Europa Central, y ahí particularmente en Alemania, fue la falta de voluntad subjetiva para instituir el socialismo
por medios revolucionarios, lo que en gran medida supuso la autolimitación y, finalmente, la abdicación, del movimiento de los consejos en favor de la democracia burguesa. La ideología de la socialdemocracia había dejado su huella; la gran masa de los trabajadores confundió la revolución política con la social; la socialización de la producción fue vista como una ocupación gubernamental, no como la ocupación de los trabajadores mismos.
En Rusa, es cierto, el partido bolchevique avanzó la consigna de «Todo el poder para los soviets«; pero sólo por razones oportunistas, para alcanzar su verdadera meta en el gobierno autoritario del partido bolchevique. Por sí misma, la autoiniciativa y autoorganización de
los trabajadores no ofrece una garantía de su emancipación. Ésta ha de ser realizada y mantenida a través de la abolición de la relación capital-trabajo en la producción, a través de un sistema de consejos, que destruya las divisiones sociales de clase e impida el ascenso de nuevas
clases basadas en la gestión de la producción y la distribución por el Estado nacional. Por muy difícil que esto pueda probar ser, la historia de los sistemas capitalistas de Estado existentes no deja ninguna duda de que éste es el único camino a una sociedad socialista. Esto ya había sido reconocido por pequeñas minorías en el movimiento radical antes, durante y después de la revolución rusa, y se puso al descubierto dentro del movimiento comunista como una oposición al bolchevismo y a la teoría y práctica de la Tercera Internacional. Es este movimiento, y las ideas que llevó adelante, lo que este volumen revoca; no, sin embargo, para describir una parte y fase particulares de la historia obrera, sino como una advertencia, que puede también servir como guía para las acciones futuras. Las revoluciones que tuvieron éxito, en primer lugar, en Rusia y China, no fueron revoluciones proletarias en el sentido marxista, que condujesen a la «asociación de productores libres e iguales», sino revoluciones capitalistas de Estado, que eran objetivamente incapaces de llevar al socialismo. El marxismo sirvió aquí como una mera ideología para justificar el ascenso de sistemas capitalistas modificados, que ya no estaban determinados por la competición mercantil, sino controlados por medio del Estado autoritario. Basados en el campesinado, pero
diseñados para la industrialización acelerada, para crear un proletariado industrial, estaban listos para abolir a la burguesía tradicional, pero no el capital como relación social. Este tipo de capitalismo no había sido previsto por Marx y los primeros marxistas, aunque defendiesen la
toma del poder estatal para derrocar a la burguesía pero sólo para abolir el Estado mismo.

III

Aunque designado como socialismo, el control estatal de la economía y sobre la vida social en general, ejercido por una capa social privilegiada como nueva clase dominante emergente, ha perpetuado tanto para las clases trabajadores industriales como para las agrarias las condiciones de explotación y opresión que habían marcado su suerte bajo las relaciones sociales semifeudales de las naciones capitalistas subdesarrolladas. Que este nuevo sistema social pudiese también aplicarse a naciones capitalistas más avanzadas se demostró después de la II Guerra Mundial, a través de la extensión del sistema capitalista de Estado en occidente por la vía de la conquista imperial. En cualquier caso, el «socialismo» devino identificado, bastante generalmente, con los sistemas capitalistas de Estado prevalecientes. Existen movimientos en todas partes cuyas metas proclamadas son, precisamente, el establecimiento de regímenes similares en más países, aunque, por razones oportunistas, estas metas puedan ser a veces entonadas bajo, o incluso totalmente negadas. Existe, entonces, el peligro de que posibles nuevos estallidos revolucionarios puedan ser, una vez más, desviados a transformaciones capitalistas de Estado. Esta posibilidad encuentra su apoyo en las tendencias centralizadoras inherentes al capitalismo mismo. La concentración de capital, su monopolización y el ascenso de
corporaciones en las que la propiedad está separada de la gestión directa, y, finalmente, la integración renuente de Estado y capital en la economía mixta, con sus manipulaciones fiscales y monetarias, parece apuntar una tendencia en dirección a un capitalismo de Estado plenamente maduro. Lo que una vez constituyera una vaga esperanza por parte de los reformadores sociales, y que en los países atrasados se convirtió en una realidad a través de la revolución, aparece ahora como un requisito inevitable para afianzar las relaciones sociales de la producción de capital. Aunque la llamada economía mixta no se transformará automáticamente en capitalismo de Estado, los nuevos
alzamientos sociales pueden bien llevar a él en nombre del socialismo. Es verdad que el «marxismo-leninismo» se presenta hoy como un movimiento puramente reformista que, como la antigua socialdemocracia, prefiere los procesos democráticos de cambio social al derrocamiento revolucionario del capitalismo. En algunos países, como Francia e Italia, por ejemplo, partidos comunistas relativamente fuertes ofrecen sus servicios al capitalismo para ayudarle a superar sus condiciones de crisis. Pero, si todo fallase, y una lucha de clases intensificada plantease la cuestión de la revolución social, no puede haber duda de que estos partidos optarán por el capitalismo de Estado, que, según su visión, es la única forma posible de socialismo. Así, la revolución se tornará en seguida una contrarrevolución.

El fin del capitalismo exige, por consiguiente, primero
de todo, el fin de la ideología bolchevique y el ascenso de
un movimiento revolucionario antibolchevique, tal como
se intentó en aquella situación revolucionaria más temprana, a la que este libro trata de atraer la atención.

                                                                          Paul Mattick, 1978 

Libro:

Comunismo Antibolchevique

Página:

Materiales x la emancipación 


Traducido del inglés. Julio de 2012
Digitalización Marcelo Zavalla.