Theodor W. Adorno y Max Horkheimer
En numerosas ocasiones se ha subrayado que la ciencia de la sociedad, la sociología, no puede aislarse de otras disciplinas (por ejemplo la psicología, la historia, la economía política) si efectivamente quiere enunciar proposiciones que se refieran a la totalidad de las relaciones y las fuerzas sociales. Pero quizá sea superfino agregar que con esto no se quiere resolver a la sociología misma en un confuso conglomerado de quién sabe cuántas y cuáles ciencias. Lo específico de la sociología no son sus objetos, que aparecen también en esas otras ciencias, sino el acento que pone sobre el objeto, es decir, la relación entre todos esos objetos y las leyes de la socialización, que precisamente instituye la sociología. Esta curvatura específica vale inclusive en el caso de un concepto, el de individuo, que aparece para la conciencia ingenua y, si es posible decirlo, presociológica, como la antítesis de la socialización. Pero aun para ello tiene suma importancia tratar de desarrollar las consecuencias sociológicas que contiene dicho concepto.
En el campo de las investigaciones sociológicas el concepto de individuo se presenta raramente. La sociología, que se dedica en general al estudio de las “relaciones intrahumanas”, de los grupos, de las clases, de las instituciones sociales, tiende a considerar al individuo como un dato irreductible, y confía el análisis del mismo a la biología, la psicología y la filosofía. Esta última, que también habría intentado la tarea de reflexión crítica sobre el concepto, propuso durante mucho tiempo absolutizar al individuo como categoría extrasocial. La idea de la autonomía orientó, desde Descartes en adelante, las investigaciones filosóficas, que desembocaron en la afirmación de la primacía del yo soy y del yo pienso. Este último se mantendría independiente de los sujetos concretos, querido, en Descartes como sum del cogitans, o en Kant como percepción trascendental y autonomía moral, como yo absoluto en Fichte y finalmente como pura conciencia en Husserl. En la órbita de estas tradiciones, los filósofos del siglo XIX se mantuvieron en su mayoría ajenos a la experiencia del predominio real del individuo aislado y, complementariamente, de la sociedad. Por encima de ambos parecía elevarse la concepción idealista de la subjetividad.
Desde su primera aparición, el concepto de individuo quiere designar algo concreto, cerrado y subsistente por sí mismo; es una singularidad caracterizada por propiedades particulares que sólo a él le son pertinentes. Pero en primer término, y en sentido puramente lógico, sin referencia a la persona humana, individuum es la traducción latina del atomon materialista de Demócrito. Boecio ofrece esta definición del individuo:
“Individuo” se aplica de muy diversas maneras. Se denomina individuo a aquel que no puede ser subdividido en modo alguno, como la unidad o el espíritu [mens]; se llama individuo aquello que por solidez no se deja dividir, como el diamante; y se llama individuo aquello cuya predicación propia no conviene a las otras cosas similares, como “Sócrates”.1
Esta predicación que anuncia lo singular y particular se convertirá luego, con Duns Escoto, en el momento de iniciación de la gran escolástica, cuando los Estados nacionales comienzan a afirmarse contra el universalismo medieval, en la hecceitas, en el principium individuationis, mediante el cual Escoto trató de mediar la naturaleza humana general, la essentia communis, con la persona individual, el homo singularis. Con ello se prepara la concepción nominalista del individuo, que llegará a ser una segunda naturaleza en todo el desarrollo posterior. Leibniz, sin ayudas ontológicas, define finalmente al individuo por medio de su simple ser; en la doctrina de las mónadas se da un modelo conceptual de la visión individualista del hombre concreto en la sociedad civil burguesa:
…que una sustancia particular no actúa sobre otra sustancia particular, y menos aun la sufre, si se considera que todo lo que sucede a cada una de ellas es sólo la consecuencia de su idea o de su noción completa, pues esta idea encierra ya todos los predicados o sucesos, y expresa todo el universo.2
“Las mónadas no tienen ventanas por las cuales algo pueda entrar o salir”3, y las modificaciones que se producen en ellas no tienen causas exteriores, sino que derivan de un “principio interno”4. Por último, cada mónada es diferente de las demás.5 La sociedad será entonces una suma de singularidades:
lo que constituye la esencia de un ser de agregación no es más que un modo de ser de las entidades que lo componen. Por ejemplo, la esencia de un ejército es sólo un modo de ser de los hombres que lo componen.6
Bajo la influencia de la doctrina de la libre competencia y, en general, del liberalismo, nació la costumbre de considerar las mónadas como algo absoluto, como un ser en sí. Por lo tanto resulta difícil exagerar el valor de la obra realizada por la sociología, y antes, por la filosofía especulativa de la sociedad, cuando socavaron esa creencia y mostraron que el individuo mismo está socialmente mediado. Dado que la filosofía, luego, se fue constituyendo como ciencia de la sociedad en la época individualista, no debe extrañar que las relaciones entre individuo y sociedad representen su tema central, y que, por el contrario, la profundidad y fecundidad de las teorías sociológicas se midan por la capacidad que han mostrado para penetrar en tales relaciones.7 Pero la dinámica de la composición interna del individuo sólo fue tenida en cuenta por la teoría al finalizar el proceso.
Cuando se afirma que la vida humana es en esencia —y no sólo por casualidad— convivencia, se pone en duda el concepto del individuo como átomo social último. Si en el fundamento mismo de su existir el hombre es por los demás, que son sus semejantes, y si sólo por ellos es lo que es, entonces su definición última no es la de una primitiva indivisibilidad y singularidad, sino, más bien, la de una necesaria participación y comunicación con los demás. Antes de ser —inclusive— individuo, el hombre es uno de los semejantes, se relaciona con los otros antes de referirse explícitamente a sí mismo, es un momento de las relaciones en que vive antes de poder llegar eventualmente a autodeterminarse. Todo esto es expresado por el concepto de persona, a pesar de lo mucho que hoy lo maltratan la ética y la psicología personalistas. Basta recordar el sentido primitivo de este concepto. Persona era el término romano para la máscara del teatro antiguo. En Cicerón el vocablo encuentra una sublimación en la designación de la máscara del personaje con que alguno se presenta y aparece ante los demás; el papel que alguien, por ejemplo el filósofo, representa en la vida; por lo tanto, el titular de ese papel, y la particular dignidad de que se llega uno a revestir, por ejemplo como actor. De este último significado el concepto pasa luego a designar al ciudadano nacido libre como persona jurídica, a diferencia del esclavo. Durante la antigüedad todavía no posee del todo el sentido de la individualidad sustancial, de “personalidad”; la primera nota en ese sentido es perceptible en Boecio, en el siglo VI8.
El concepto enfático y propiamente personalista de la persona tiene sus raíces en los dogmas cristianos, ante todo en el del alma individual inmortal. Pero la doctrina de la persona constituye a su vez un momento del desarrollo histórico del individuo, que encontró su expresión social, sobre todo en la Reforma protestante. Con ello no queremos decir que la concepción teológica como tal haya sido la causa actuante de esa trasformación, ni que el desarrollo histórico social del individuo tenga su fuente en el cristianismo, como aparece en la construcción especulativa hegeliana de la historia universal. Pero queremos decir que, por lo menos, la discusión teórica del individuo en relación con la doctrina de la sociedad se desarrolló, hasta Hegel, en el terreno de esa concepción teológica.
La definición del hombre como persona implica que, en el ámbito de las condiciones sociales en que vive, y antes de tener conciencia de sí, aquél debe representar siempre papeles determinados, como semejante de otros hombres. En virtud de dichos papeles y en relación con sus semejantes, es lo que es: hijo de una madre, alumno de un maestro, miembro de una tribu, practicante de una profesión. Por consiguiente, esas relaciones no son para él algo extrínseco, sino relaciones en las cuales él se determina respecto de sí mismo: precisamente como hijo, alumno, etc. Quien quisiera prescindir de este carácter funcional de la persona para buscar en cada uno un significado singular y absoluto, no llegaría al individuo puro en su singularidad inefable, sino a un punto de referencia altamente abstracto, que a su vez adquiriría significado respecto del contexto social considerado como principio abstracto de la unidad de la sociedad. Inclusive la persona aislada es, en su biografía, una categoría social, determinada sólo en la correlación vital con otras personas, cosa que constituye, precisamente, su carácter social. Sólo en esta correlación adquiere un sentido su vida, en condiciones sociales determinadas, y sólo en él la máscara social del personaje es —si lo es— también un individuo.
La relación entre individuo y sociedad no es separable, en segundo término, de la relación con la naturaleza. La constelación de los tres momentos tiene un carácter dinámico, y la ciencia de la sociedad no puede conformarse con contemplar su interacción perpetuadora, sino que debe indagar las leyes a que obedece esa interacción para deducir las figuras variables que individuo, sociedad y naturaleza van adoptando en su dinámica histórica. “No existe una fórmula que defina de una vez para siempre las relaciones entre individuo, sociedad y naturaleza.”9 La influencia de determinadas condiciones naturales, geofísicas y en particular climáticas, sobre las condiciones sociales debía ser, para Comte, el primer objeto de la “sociología positiva”. De ello quedó uno de los temas predilectos que dio lugar a una particular disciplina sociológica de la geografía: la ecología. El desarrollo extremo en ese sentido fue efectuado por los discípulos de Friedrich Ratzel, quienes absolutizaron las condiciones físicas de la convivencia humana, y de tal manera alejaron de lo propiamente social el foco de la investigación. La necesaria visión integradora del carácter socialmente elaborado de la naturaleza, ante el cual los hombres se encuentran una y otra vez, ha gozado de un favor mucho más escaso en la ciencia sociológica, y se mantuvo como privilegio de la filosofía dialéctica y de sus herederos materialistas10.
La llamada sociología clásica dirige la atención desde el comienzo, más que hacia el individuo, hacia la totalidad social y a su movimiento, adaptándose, en ese sentido, a la tradición filosófica. No por casualidad la doctrina de la necesaria primacía del todo se encuentra en la Política de Aristóteles poco después de la fórmula del zoòn politikón11, es decir, de la naturaleza social del hombre. Sólo en la convivencia con los demás es hombre el hombre, tanto para Platón cuanto para Aristóteles, a quienes les parece “natural” su existencia en la comunidad de la polis, y sólo en ésta puede realizarse plenamente la verdadera naturaleza humana12. El hombre no social podrá ser sólo un animal o un dios13. En lo que respecta a la naturaleza “hombre”, la polis aparece, pues, como un a priori, que constituye la posibilidad misma del ser hombre. Este motivo vuelve también en Kant, quien, en una mención directa de la fórmula aristotélica, llama al hombre “ser destinado a la vida de sociedad”14 y le atribuye la “tendencia a asociarse”, pues sólo en la sociedad desarrolla ese ser sus potencialidades naturales. Luego, la condición de dicho desarrollo no es únicamente la convivencia como tal, sino la convivencia organizada: “El hombre no estaba destinado, como los animales domésticos, al rebaño, sino, como la abeja, a la colmena”. Kant presupone como “necesidad” la de ser “miembro de una sociedad civil”15. Hegel, crítico riguroso de la filosofía práctica kantiana, concuerda sin embargo con Kant en el acento puesto en este momento, que constituye más bien una de las consecuencias esenciales de su crítica a Kant por haber asignado un lugar muy escaso a la mediación societaria, en beneficio de la subjetividad abstracta de la persona moral en su singularidad:
La verdadera autonomía consiste sólo en la unidad y compenetración de la individualidad con la universalidad, pues lo universal sólo adquiere realidad concreta a través de lo singular, y de la misma manera el sujeto singular y particular sólo encuentra la base indestructible y el contenido auténtico de su realidad en lo universal.16
La punta polémica de la filosofía hegeliana se vuelve totalmente contra la pura individualidad, que el romanticismo había inscrito en esa época sobre sus banderas, y que quería realizar la “ley del corazón” y en realidad cayó en la “locura de la presunción”17. El ser-para-sí de lo singular se le aparece a Hegel como un momento necesario del proceso social, pero como un momento transitorio que es necesario vencer y superar. En cambio, con Schlegel se convertía en sustrato sustancial; el ideal cortejado por Schlegel es el hombre que extrae de sí mismo el sentido de sí, sin limitación alguna impuesta por la sociedad, es decir, una individualidad que no absorbe en sí a los demás en la imitación y la identificación, y que no está sujeta a ley alguna de lo universal. Si bien no tiene quizá una derivación histórico-cultural directa, la concepción del viejo Nietzsche parece bastante similar; La genealogía de la moral nos presenta un “individuo soberano sólo igual a sí mismo, que ha vuelto a liberarse de la moral de las costumbres, el individuo autónomo supermoral”, el hombre “de la propia, amplia e independiente voluntad, a quien es lícito prometer”18. En La voluntad de poder, por último, el individuo es “algo totalmente nuevo y creador de novedad, un absoluto, cada una de cuyas acciones es toda y sólo suya. Por medio de sus acciones el individuo extrae, en última instancia, valores de sí mismo, y aun las palabras de las tradiciones sólo le son dadas en la interpretación individual”19.
Al sostener la primacía de la sociedad sobre el individuo, la sociología no siguió al comienzo un impulso progresista, sino que, por el contrario, se ubicó en la corriente de las tendencias restauradoras que siguieron a la revolución francesa. Así, Auguste Comte contraponía su sociología a la fase precedente, “metafísica”, de la historia, en la cual precisamente el individuo se había rebelado contra lo “positivo”, es decir, el orden establecido. De ahí una “anarquía profunda y cada vez más amplia, aunque de naturaleza puramente transitoria, en todo el sistema intelectual”. La sociología positiva liberará a la sociedad “de esa tendencia fatal a una inminente disolución, para conducirla en forma directa a una nueva organización, a la vez más progresista y más coherente que la que se basó alguna vez en la filosofía teológica”21. Comte pide —en los términos de una futura consigna del fascismo— que los intereses egoístas se subordinen a los “sociales”, a la utilidad común21, y reduce tácitamente el individuo a un mero representante del género, otorgándole por lo tanto una importancia secundaria. Por lo demás, cada vez que se escuchó a los sociólogos tronar contra el egoísmo, se trataba, en rigor, de convencer a los hombres de que no debían perseguir la felicidad. Es cierto que en Comte se une a ese momento la visión altamente progresista del individuo como producto social, concepto de origen un tanto tardío22.
Para apreciar con claridad el alcance de la concepción comtiana del individuo como categoría de la sociedad, no en su aspecto trivial, sino como descubrimiento riquísimo en consecuencias, conviene recordar cuánto se aleja esta idea de la opinión, vigente aún hoy en el sentido común, que ve en el individuo algo dado en la naturaleza. En efecto, se podría inclusive sostener que cada hombre viene al mundo como individuo, como ente biológico individual, y que frente a este hecho fundamental su naturaleza social es secundaria, o sólo derivada. Este hecho biológico no es olvidado; una sociología verdaderamente crítica debe rehacerse de acuerdo con él, y no como último término, para evitar el idolatrar la comunidad social. Pero por otro lado, el concepto de individuación biológica es tan abstracto e indeterminado, que no puede expresar en forma completa y adecuada lo que los individuos son efectivamente. Se puede dejar aquí a un lado el hecho de que ya la simple existencia natural del individuo está mediatizada por el género humano, y en consecuencia por la sociedad23; pero “individuo”, en sentido estricto, quiere decir algo más, que no es en rigor el ente biológico individual. Éste surge, en cierto sentido, en cuanto se pone a sí mismo y eleva su ser-para-sí, su unicidad, a la categoría de verdadera determinación. Antes, el lenguaje filosófico y el lenguaje común indicaban todo eso con el término “autoconciencia”, “sentido-de-sí”24. Individuo es sólo el que se diferencia a sí mismo de los intereses y puntos de vista de los otros, se hace sustancia de sí, instaura como norma la propia autoconservación y el propio desarrollo. Y no es casual que el término “individuo” designe al hombre singular, sólo alrededor del siglo XVIII, y la cosa no es mucho más antigua que la palabra: comienza a existir poco antes del Renacimiento. La grandiosa novedad de la poesía de Petrarca ha sido vista, y con razón, en el hecho de que en él se despertaba por primera vez la individualidad25.
Pero incluso esta autoconciencia del yo individual, que por sí sola no hace un individuo, es una autoconciencia social; y vale la pena recordar aquí que aun la concepción filosófica de la “autoconciencia” supera al individuo “abstracto”, en sí, y conduce a la mediación social. Ciertamente, la autoconciencia es, según la célebre definición de Hegel, “verdad de la certidumbre de sí misma”, pero “alcanza su satisfacción sólo en otra autoconciencia”26. El individuo sólo surge en esa relación de una autoconciencia con otra, y surge como nueva autoconciencia; así también lo universal, la sociedad como unidad de las mónadas, en la que “el yo es el nosotros, y el nosotros el yo”27. También la idea de que el individuo llega a sí mismo sólo en cuanto se aliena, no se limita en Hegel a la esfera de la conciencia como contemplación, sino que se aplica al trabajo directo para satisfacer las necesidades vitales: “El trabajo del individuo para sus necesidades, es tanto satisfacción de sus necesidades como de las de los otros, y la satisfacción de sus necesidades sólo es lograda gracias al trabajo de los otros”28. Este motivo hegeliano retorna fielmente en Marx: “El hombre Pedro se refiere a sí mismo como hombre sólo mediante la relación con el hombre Pablo como su semejante”29.
En realidad, la creencia en la independencia radical del ser individual respecto del todo, es, a su vez, sólo apariencia. La forma misma de individuo es forma de una sociedad que se mantiene viva gracias a la mediación del mercado libre, en el cual se encuentran sujetos económicos libres e independientes30. Cuanto más se refuerza el individuo, tanto más crece la fuerza de la sociedad, en virtud de la relación de cambio en que se forma el individuo. Los dos conceptos, individuo y sociedad, son recíprocos31; e individuo en sentido amplio es, sin duda, lo contrario del ser natural, un ser que se emancipa y se aleja de las simples relaciones naturales, y desde el comienzo está referido específicamente a la sociedad, y precisamente por eso es en sí mismo solitario. Si es cierto que la llamada “psicología de masas” se despliega en realidad con procesos psicológicos individuales, se observa también el momento contrario, en que el contenido y la forma de cada individualidad son debidos a la sociedad como estructura dotada de leyes propias. La interacción y la tensión de individuo y sociedad resumen en gran medida la dinámica de todo el complejo. Y por ello, porque unilateralmente la sociología, en virtud de su peculiar posición en la división del trabajo entre las ciencias, había subrayado la primacía de la sociedad sobre el individuo, se puede decir que esa acentuación vale como correctivo de la difundida ilusión de que cada hombre ha llegado a ser lo que es actuando esencialmente por sí mismo, por sus disposiciones naturales y por su psicología32. Este mérito de la sociología hay que recordarlo hoy, cuando la sociedad ha llegado a ejercer sobre el individuo poderosísima presión, y las reacciones individuales son contenidas dentro de límites muy reducidos; pero la consideración psicológica es la que más a menudo se adelanta a la sociológica: cuanto menos individuo tenemos, tanto más individualismo.
Se podría objetar que la consideración sociológica tiende a reducir una vez más al hombre a simple ser genérico, aunque a un ser genérico de un orden particularmente elevado, a hacer de él el modelo impotente de la sociedad. Esta objeción posee gran peso, y es necesario tenerla en cuenta; el concepto puro de sociedad es tan abstracto como el puro concepto de individuo, lo mismo que el de una eterna antítesis entre los dos33. Pero el derecho y el abuso de uno y otro momento, la sustancia y la mera apariencia de ellos, no se dejan determinar completamente al nivel de tales generalizaciones; es necesario el análisis de las relaciones sociales concretas y de la figura concreta que el individuo adopta en estas relaciones.
La comprensión de la acción recíproca que individuo y sociedad ejercen uno sobre otro tiene una consecuencia fundamental —evitada precisamente por la sociología positivista— en la idea de que el hombre como individuo alcanza su existencia propia sólo en una sociedad justa y humana. Esto está ya implícito en el motivo platónico de la conexión funcional de la sociedad como condición para la realización de la idea que está en cada hombre; sólo la justa república permite al hombre realizar su idea. Al concretarse, este pensamiento se hace cada vez más crítico respecto de la sociedad existente. Si ya en Platón la teoría de semejante justicia postulaba la construcción de una utopía, al comienzo de la edad moderna la Utopía de Tomás Moro declara ya, mucho más abiertamente, que el objeto de la constitución económica de un Estado es
reclamar a todos los ciudadanos, cuanto más tiempo sea posible […] la servidumbre del cuerpo a la libertad del espíritu y de la cultura. En esto, en efecto, consiste […] la felicidad de la vida.34
Pero también Spinoza, cuya tendencia general es cualquier cosa menos utopista, ha sostenido con firmeza este tipo de consideraciones y augurado un ordenamiento del Estado según la razón y con vistas al pleno desenvolvimiento de las fuerzas individuales.
Cada deseo nuestro, en la medida en que es justificado, se puede reducir en sustancia a estos tres: comprender las cosas en sus causas primeras, dominar las pasiones, o sea, llegar al estado de virtud y vivir seguro y sano de cuerpo […] El medio más seguro que la razón y la experiencia enseñan para este objetivo es fundar una sociedad con leyes bien definidas.35
Esta visión de la sociedad, implícita en la metafísica occidental, está resumida en la sentencia de Hegel: “Sólo como ciudadano de un buen Estado alcanza el individuo su derecho”36. Con ello se llega a un punto de viraje entre la sociología cientificista por un lado, que abandona (por motivos sociales) la línea de la antigua coherencia, y por el otro, el pensamiento que se supera en praxis trasformadora.
Con la diferencia de que en la idea creída, realizada por Hegel, el individuo de la sociedad burguesa es tiranizado por la oposición entre existencia burguesa-particular y civil-universal (política), y entre esfera privada y esfera profesional. Estas oposiciones se han agudizado con el desarrollo económico-político. Entronizado el principio de la competencia, derribados los límites de los órdenes correlativos e iniciada la revolución técnica de la industria, la sociedad burguesa desarrolló un dinamismo social que obliga al individuo económico a perseguir sus intereses de ganancia despiadadamente y sin preocuparse del bien de la colectividad. La obligación de conciencia de actuar en ese sentido fue ofrecido por la ética protestante y por el concepto burgués-capitalista del deber. El ideal antifeudal de la autonomía del individuo comprendía la autonomía de la decisión política de los individuos; en el contexto económico esto se transforma en la ideología que exigía el mantenimiento del orden existente y el constante incremento de la eficacia de la prestación. Así, para el individuo totalmente interiorizado, la realidad se convierte en apariencia y la apariencia en realidad. Al postular y proclamar como absoluta su existencia solitaria, dependiente de la sociedad, e inclusive tolerada y revocable por ésta, se hace “frase absoluta”, “única”, al modo de Stirner. El terreno ideal de la individuación, el arte, la religión, la ciencia, se restringe y empobrece como posesión privada de algunos individuos, cuya subsistencia sólo a veces es asegurada por la sociedad. La sociedad, que llevó al desarrollo del individuo, se desarrolla ahora a sí misma alejando de sí al individuo y destronándolo; pero el individuo desconoce a ese mundo, del cual sin embargo depende en lo íntimo, hasta creerlo todo suyo.
Theodor W. Adorno y Max Horkheimer. Capítulo 2° de La sociedad. Lecciones de sociología, publicado por Editorial Proteo en 1969 en traducción de Floreal Mazía e Irene Cusien.
1 Trad, de A. M. S. Boethii, In Isagogen Porphyrii Commenta, Viena- Leipzig 1906, p. 195 (Editionis secundae, liber II, c. 7). (Corpus Script. Eccl. Latinorum, XLVIII, cf. Migne. PL 64, 97 C-98A).
2 Gottfried Wilhelm Leibniz, Hauptschriften zur Grundlegung der Philosophie, Leipzig, 1906, p. 154.
3 Id., Die Monadologie, § 7.
4 Ibid., § 11.
5 Cf. ibid., § 9.
6 Trad, de Leibniz, Lettres de L. á Arnould d’aprés un manuscrit inédit, avec une introduction historique et notes critiques par Geneviève Lewis, París, 1952, p. 69.
7 No sólo se anticipa Hegel a la idea de algunas modernas tendencias de la psiquiatría, en el sentido de que la individualidad aislada cae en la locura (hoy se trata, en efecto, de explicar la enfermedad mental por la carencia de contacto social: cf. por ejemplo Harry Stack Sullivan, Conceptions of Modern Psychiatry, Washington, 1947), sino que ve también cómo la absolutización de cada individuo, la resistencia contra ésta y el consiguiente estado de lucha de todos contra todos crean las condiciones en las que nadie llega a desarrollar verdaderamente la propia individualidad: “En efecto, siendo esa [el orden invertido bajo el imperio de la ley del corazón] la ley de cada corazón, y siendo inmediatamente todos los individuos este universal, dicho orden es una efectividad que es sólo la efectividad de la individualidad existente por si o del corazón. La conciencia que propone la ley de su corazón, advierte, pues, resistencia por parte de los otros, porque contradice las leyes también individuales de sus corazones; y éstos, en su resistencia, no hacen otra cosa que proponer la propia ley y darle validez. El universal ahora presente es, por lo tanto, sólo una resistencia general y un combatirse recíproco de todos; cada uno quiere hacer válida la propia singularidad, pero sin lograrlo, porque inclusive su singularidad exhibe la misma resistencia y es recíprocamente envanecida por las otras singularidades. Lo que parece orden público es por lo tanto, esta guerrilla general en la que cada uno arrebata lo que puede, ejerce la justicia sobre la individualidad de los otros y consolida su propia individualidad, que a su vez se disipa por obra de otros. Este orden público es el curso del mundo, apariencia de un andar constante, pero que es sólo una universalidad opinada, y cuyo contenido es más bien el juego inesencial del consolidar: 3 y disolverse de las individualidades”. Cf. Hegel, Fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica, México, 1967. [El autor cita la edición Glockner, Sämtliche Werke, vol. II, pp. 291, 283 y ss. (N. del T.)].
8 Cf. Boecio, Liber de persona et duabus naturis, cap. III.
9 Horkheimer, Bemerkungen zur philosophischen Antropologie [Observaciones sobre la antropología filosófica], en “Zeitschrift für Sozialforschung”, a. IV, 1935, p. 3.
10 Marx subrayaba con fuerza esta necesidad de la sociedad que tienen los hombres para la satisfacción de sus necesidades vitales en la naturaleza. Esto se ve ya en la Ideología alemana: “El primer presupuesto de toda la historia humana es, naturalmente, la existencia de individuos humanos vivos. De hecho, el primer dato que se debe comprobar es, pues, la organización física de estos individuos, y en consecuencia, la relación con el resto de la naturaleza. Por supuesto, no podemos adentrarnos aquí en el examen de la constitución física del hombre, ni de las condiciones naturales encontradas por los hombres, como las condiciones geológicas, orohidrográficas, climáticas, etcétera. Cada historiografía debe tomar en cuenta los movimientos de estas bases naturales y las modificaciones que han sufrido, en el curso de la historia, por la acción de los hombres”. Marx-Engels, La ideología alemana, Ed. Pueblos Unidos, Montevideo.
11 Aristóteles, Política, libro I, cap. 2, 1253 a.
12 Ibid., 1252 b.
13 Ibid., 1253 a.
14 Emanuel Kant, Gesammelte Schriften (Akademie-Ausgabe), VI: Metaphysik der Sitten, II, § 47, p. 471. [Cf. Metafísica de las costumbres, II: Doctrina de la virtud.]
15 Ibid., VII: Antropologie in pragmatischer Hinsicht, p. 330. [Cf. Antropología pragmática].
16 Hegel, Werke, cit., XII: Vorlesungen über die Ästhetik, p. 247 [Cf. Estética, México.]
17 Así, en Federico Schlegel: “Lo originario y eterno en el hombre es justamente la individualidad […] Practicar la formación y el desarrollo de ésta como profesión suprema sería un divino egoísmo” (Ideen, en “Athenaeum”, vol. Ill, i, Berlín, 1800, p. 15). Eso se obtiene aislándose de todo lo que es ordinario y común [Gemein] (ibid., pp. 28 y ss.), y creándose por sí mismo el propio centro (ibid., p. 12): “…quien se da sus propias leyes es relativamente libre. Y esta es la condición para acercarse a la libertad absoluta […] Una sociedad confoime a este concepto de libertad será anarquía, se llame luego también Reino de Dios, o Edad de oro”. (Cf. Neue philosophische Schriften, a cargo de J. Körner, Frankfurt 1935, p. 199).
18 Nietzsche, Werke, ed. cit., vol. VII, Zur Genealogie der Moral, 2, afor. 2, p. 346.
19 Ibid., XVI: Der Wille zur Macht, afor. 767, p. 203.
20 Comte, Cours de philosophie positive, ed. cit., t. IV, 1839, pp. 8-9, cf. también p. 183, nota.
21 “Cualquiera sea el desarrollo intelectual que se pueda suponer en la masa de los hombres, es evidente que el orden social será siempre incompatible con la libertad permanente concedida a cada uno […] La tolerancia sistemática no puede existir, y en realidad no ha existido nunca.” (Comte, ob. cit, p. 58).
22 Comte habla de una “sociabilidad esencialmente espontánea de la especie humana, en virtud de ima propensión instintiva a la vida común, independiente de cualquier cálculo personal, y con frecuencia contraria a los intereses individuales más vigorosos” (ob. cit., p. 541). Por el contrario, comprueba también la influencia del hombre sobre la comunidad social, y se propone poner en evidencia “la influencia necesaria de los más importantes atributos generales de nuestra naturaleza en lo referente a dar a la sociedad humana el carácter fundamental que es suyo permanentemente, y que su desarrollo no podrá alterar jamás (Ibid., p. 543).
23 Que la “domesticación” del hombre es una de las condiciones ineliminables de su existencia, ha sido mostrado por la psicología, antropología y biología modernas en el estudio del proceso de crecimiento del niño. “La psicología social debe tener en cuenta esto: en la domesticación se regulan y forman desde el primer día de vida del hombre funciones biológicas básicas de carácter totalmente “privado”: este proceso de regulación y formación no es determinado sólo por las leyes vitales del ser humano en cuestión, y tampoco por las condiciones objetivas, o de peculiaridad, intenciones o arbitrio de los padres, sino en conjunto, y de modo decisivo, por el sistema de opiniones y de comportamiento preestablecido y objetivado perteneciente al orden primario y al cultural” (Walter Beck, Grundzüge der Sozilapsychologie [Lineamientos de psicología social], München, 1953, p. 20. Adolf Portmann ha puesto de relieve, en sus Biologische Fragmente zur Lehre des Menschen [Fragmentos biológicos de una doctrina del hombre], Basilea, 1944, cómo el hombre se distingue esencialmente del animal, inclusive en cuanto su existencia física presupone la sociedad.)
24 Los dos conceptos están expresados en la voz Selbstbewustsein, también en el alemán moderno, si bien en distintos niveles del lenguaje. [N. del E.]
25 El término “individualismo” fue usado primeramente por los sansimonianos para caracterizar, en contraposición a “socialismo”, una economía de competencia. La teoría acabada del individualismo en sentido estricto implica la tesis liberal según la cual el individuo, al perseguir sus intereses particulares, presta un servicio a los intereses generales. La historia de esta idea ha sido reconstruida por Alexander Rüstow, poniendo de manifiesto sobre todo su relación con el estoicismo antiguo. (Cf. Alexander Rüstow, Das Versagen des Wirtschaftsliberalismus als religionsgeschichtliches Problem [La quiebra del liberalismo como problema de historia religiosa], Estambul, 1945.) Rüstow recuerda algunas formulaciones características de este “individualismo”: “Mientras el hombre imagina que persigue sólo su propio beneficio, es sin embargo instrumento en manos de un poder superior y trabaja, a menudo sin saberlo, por el grandioso edificio del Estado y de la sociedad civil” (Johann Heinrich von Thünen, cit. en Rüstow, ob. cit., p. 30). “…de esta forma [el Creador] prescribe al hombre su camino en la eterna e inmutable convivencia con sus semejantes, mediante la ley del aprovechamiento de sus propias energías. De esta manera. Él hace que, una vez reconocidas las leyes del funcionamiento de esa energía, cada hombre particular, actuando en su propio beneficio, deba en conjunto emplear sus fuerzas por la salud de todos del modo más conveniente para promoveí el bien de éstos. Tal es, pues, la fuerza que mantiene unida a la sociedad humana, vinculo que une a todos los hombres y los obliga, en un intercambio recíproco, a promover, con su propio beneficio, el del vecino” (Hermann Heinrich Gossen, cit. en Rüstow, ob. cit., p. 35).
26 Hegel, Werke cit., 2, p. 146. [Fenomenología del espíritu, vol. I.].
27 Ibid., p. 147. Cf. también Werke, 7, § 182 y Agregado a los §§ 182 y 184.
28 Hegel. Werke, cit,, 2, p. 247. Cf. Marx, El Capital, Berlín, 1951, vol. I, p. 113.
29 Marx, ob. cit., p. 57.
30 Cf., sobre este punto, Simmel: “La competencia desarrolla la especificidad del individuo en la proporción numérica de los participantes en la competencia misma” (Georg Simmel. Soziologie, München-Leipzig, 1922, p. 528). Mucho tiempo antes, Hegel había relacionado con la competencia la formación del individuo que es por sí, distinta de al relación entre el hombre verdaderamente libre y el que se cree tal, entre la personalidad, como determinación fundamental del derecho, que adquiere existencia con la propiedad, y la individualidad como elemento portador del espíritu viviente. Cf. Hegel, Werke, ed. cit., II, p. 362 [Lecciones sobre la filosofía de la historia].
31 Cf. Simmel. ob. cit., pp. 525 y 530: “La especificidad individual de la persona y las influencias sociales, los intereses, e inclusive las relaciones sociales que la ligan a su entorno, manifiestan, en el curso de su desenvolvimiento recíproco, una relación entre sí; y ésta aparece como forma típica en los más diversos sectores y momentos de la realidad social. Ksa individualidad del ser y del hacer se desarrolla, así, en relación con la medida en que se amplía el círculo social en que se encuentra el individuo.” “…individualización y diferenciación disminuyeron los vínculos con el más próximo, para establecer en cambio uno nuevo, sea real o ideal, con el más lejano”. Simmel cree en una especie de ley o “fórmula fenomenológica” en virtud de la cual los miembros de una sociedad se diferencian tanto más cuanto más extiende ésta, y por lo tanto cuanto menos se distingue de las otras sociedades; y recíprocamente, cuanto más pequeña y distinta de las otras es una sociedad, tanto mayor es la homogeneidad de sus miembros: “…ceteris paribus, hay en cada hombre, por decirlo así, una relación proporcional invariable entre lo individual y lo social, que sólo cambia respecto de la forma; cuanto más pequeño es el círculo al cual nos damos, tanto menor es nuestra libertad individual: y sin embargo el círculo mismo es entonces algo individual, que se distingue con claridad de todos los otros, precisamente porque es pequeño. Y a la inversa, cuando el círculo en que actuamos y al cual se refieren nuestros intereses es más amplio, crece en él el ámbito ofrecido para el desarrollo de nuestra individualidad; pero como partes de este todo tenemos menos peculiaridad, y ésta es, como grupo social, menos individual. Por lo tanto, la nivelación de sus individuos no corresponde a la pequenez o a la restricción relativa de la comunidad, sino pobre todo a sus características individuales propias. O. en una fórmula brevísima: los elementos del círculo diferenciado son indiferenciados; los del círculo indiferenciado son diferenciados” (ibid. pp. 531 y ss.).
32 La superioridad de la sociedad sobre el individuo es declarada de modo drástica por Vierkandt: “Llamemos totalmente [ganzheitlich] constituida una formación en la que cada acontecimiento producido en una de las partes está determinado, o al menos parcialmente determinado, por él todo […] El ser humano individual está aquí en relaciones que lo superan, y en cierto modo no le permiten ser autónomo; relaciones que existen independientemente de su deseo y sin que él lo sepa, y lo determinan, o por lo menos influyen sobre él”. (Alfred Vierkandt, Kleine Gesellschftslchre [Pequeño tratado social], Stuttgart, 1949, pp. 3 y ss.). Para Vierkandt, la Sociedad es un verdadero absoluto: “La moral del grupo tiene por objeto únicamente la prosperidad del grupo, no del individuo”; más tarde proclama la “responsabilidad social de los compañeros del grupo por el acto del individuo” (Gesellschaftslehre [Tratado social], Stuttgart, 1928, pp. 422 y ss.). Para la crítica de esta sobrevaloración de la sociedad y subvaloración del individuo véase Horkheimer, Zum Rationalismusstreit in der gegenwärtigen Philosophie (La disputa sobre el racionalismo en la filosofía contemporánea), en “Zeitschrift für Sozialforschung”, III, 1934, pp. 1 y ss., y en particular las pp. 34 y ss.
33 Cf, para este punto Siegfried Landshut, Kritik der Soziologie, München, 1929, pp. 16 y ss. Sobre la abstracción de la categoría de individuo, cf. la introducción general de Horkheimer en Autorität und Familie, París, 1936, pp. 30 y ss., y Wilhelm Dilthey, Einleitung in die Geisteswissenschaften, Leipzig y Berlín, 1922, I, pp. 91 y ss.
Sobre algunos problemas a los que remite la antítesis de individuo y sociedad, cf. Horkheimer, Zum Rationalismusstreit…, ed. cit., pp. 83 y ss.; y para la relación entre individuo y sociedad, lo que escribe Simmel, ob. cit., p. 535: “El hombre no es nunca mero ser colectivo, ni mero ser individual. Y sin embargo se trata aquí, naturalmente, sólo de un más o de un menos, y de individuos latos y de determinaciones de la existencia, en los cuSles se manifiesta el paso del predominio de uno al del otro [momento…] El individuo no puede encontrar beneficio frente al todo; sólo renunciando a favor de algún otro a una parte de su yo absoluto, y vinculándose con ellos, puede conservar el sentimiento de la propia individualidad sin excluirse demasiado a si mismo, sin aislarse en la amargura y en la extrañeza. Y ampliando su personalidad y sus intereses con los de una multiplicidad de otras personas, llega a confrontarse con la totalidad, por decir así, con un empuje mucho mayor.”
34 Tomás Moro, L’utopia o la miglior forma di repubblica, 1, II, versión de T. Fiore, Bari, 1963, p. 84.
35 Baruch Spinoza, Trattato teologico-politico, trad, de S. Casellato, Venecia, 1945.
36 Hegel, Filosofía del derecho, agregado al § 153.